
Me recuerdo de niña leyendo. En casa de mi madre todavía se apilan en un mueble los cuentos de mi infancia, que hoy contemplan y desordenan mis sobrinos, quienes no están aún en la edad de leer; pero sí de observar los dibujos y hacernos a todos explicarles las historias una y otra vez. A veces me quedo observándolos y me veo a mí misma, hace ya muchos años, transportada por los mismos relatos que ellos sostienen ahora entre sus manos, viajando a través del tiempo y del espacio hacia escenarios maravillosos donde personajes fantásticos emprendían aventuras que yo quería vivir de mayor.
En mi Colegio había una biblioteca. Cada viernes se abría a partir de las cinco y podíamos escoger un libro para leer durante la semana. Yo miraba las estanterías, indecisa, encandilada por la multitud de historias que me esperaban. A veces me sentía atraída por el título, otras por el dibujo de la portada, me inclinaba por una novela recomendada por alguna compañera o, por temporadas, leía todos los libros de una misma colección, historias de niños detectives que descubrían secretos, atravesaban cuevas y merendaban pasteles de arándanos, una fruta que yo jamás había visto en el mercado de mi pueblo, pero que me moría de ganas de probar.
Tuve una profesora que solía incluir redacciones en los deberes. A veces le ponía título (la primavera, la Navidad, el día de la madre) y en ocasiones pedía a dos niñas que dijeran cada una una palabra y nos encargaba escribir algo relacionado con aquellos dos términos que en la mayoría de los casos no tenían nada que ver (gafas y patio, bocadillo y crucifijo). A mi, más que trabajo para casa, me parecían un juego emocionante. Mi imaginación se activaba justo en el momento de conocer el tema de la redacción y me iba a casa barajando escenarios y personajes que empezaban a dar forma a la idea para un cuento.
Toda mi adolescencia está relacionada con los libros. Historias que, como canciones, vienen a mi memoria a la par que los recuerdos. Leí algunas novelas que ahora pienso que era incapaz de entender por aquel entonces, obras maestras de la Literatura Universal que descansaban en mi mesita de noche en la misma medida que los Superhumor.
Por eso creo que yo amé la escritura desde siempre gracias a la lectura. Me gustaba cómo hablaban los personajes, cómo se relacionaban y emprendían viajes o aventuras, cómo se enamoraban y sentían, cómo se enfrentaban a la muerte o a los malos. Y cómo los malos podían ser un poco buenos; los buenos, traviesos, o los desgraciados encontraban motivos para la esperanza. Asistía deslumbrada a esos espectáculos, lloraba, me reía y casi siempre entendía mucho mejor las historias que pasaban en los libros que lo que transcurría en la realidad.
Yo soñaba que hablaba como aquellos personajes, utilizando la palabra exacta en el momento adecuado, anhelaba expresarme de la misma forma, tener su ingenio o su valentía, pasear por los mismos escenarios y ser capaz de cambiar lo que no me gustaba con su misma habilidad. Y al mismo tiempo, me daba cuenta de lo complicado que podía resultar a veces manejarse en situaciones reales que no comprendía o que no tenía la capacidad de cambiar. Quizás por eso un día que ahora no recuerdo escribí un primer cuento que tampoco recuerdo, el primero que no fue un encargo de la profesora.
Desde entonces, universos y personajes me asaltan en medio de situaciones o lugares insospechados, seres que se comunican como a mi me gustaría hablar, que son capaces de expresar su miedo, su soledad, su alegría, que muestran sin pudor sus emociones, espacios en los que se confunden la realidad y la imaginación hasta el punto de parecer casi lo mismo. A veces, también por sorpresa, me descubro observando una cosa, un gesto, una conversación, como si fueran objeto de estudio, preguntándome qué pasaría si dejara a esos elementos expresarse en medio de un folio en blanco, si los manipulara hasta convertirlos en protagonistas de un mundo creado para ellos o por ellos. Cuando me pasa esto, no corro a dibujar, ni me asaltan las ganas de disertar sobre el tema, ni siquiera, la mayor parte de las veces, sería capaz de comentarlo con un amigo. A mi lo que me provocan es el deseo de escribir una historia, no sé por qué, quizás porque así dejo constancia de mi paso por el mundo, de mi forma de verlo, de imaginarlo o de evitarlo.
Aunque la mayoría de esas imágenes quedaron olvidadas justo en el momento en que nacieron y nunca fueron trasladadas al papel; cuando escribo, incluso cuando mis palabras terminan arrugadas en el fondo de la papelera, me siento bien. Digo bien en un sentido global que nada tiene que ver con los momentos de bloqueo, en los que pienso que esto no está hecho para mí, que necesitaría mil vidas para llegar a la suela de los zapatos a cualquiera de los escritores que admiro, e incluso de los que no admiro, que mis ideas son tontas y que me aburren hasta a mí misma. Me siento bien en el sentido de que estoy haciendo lo que incesantemente deseo hacer. Y también me ilusiona pensar que algún día, cuando alguien lea lo que escribo, quizás sienta la emoción que a mi me asalta cuando leo una historia que me conmueve.