jueves, 5 de julio de 2007

Caricatura

Ya está mi amiga Lola con la manía de ir el sábado a la playa nudista. Insiste en que hay que liberarse. Es muy fácil decirlo cuando tus caderas no parecen la Dama de Elche bamboleándose al ritmo de Shakira. Todavía me acuerdo del día que accedí a acompañarla, después de que me jurase que también había gente en bañador. Cientos de ojos desnudos se precipitaron sobre mi desproporcionada figura enbikinada. Embutido en una braguita verde estampada de flores amarillas, mi culo parecía una montaña suiza en días de verano, por la que los espectadores esperaban ver corretear a Heidi. Ese par de parabólicas que cuelgan al final de mi espalda recogieron la onda expansiva de miradas bronceadas, trasladando al resto de mi cuerpo microscópico un sonrojo tan explosivo y diminuto como el de la ventanita de un Predictor que diera positivo. Porque lo extravagante del caso no es la medida en sí de mi trasero; sino la extrema brevedad del cuerpo que va unido a él.

Soy tan pequeña que en más de una ocasión algún médico malvado ha anotado “no tiene” en la casilla “estatura” de mi hoja de reconocimiento. Una vez me partí una pierna y tuve que comprarme unas muletas de Famobil. La gente que me quiere suele decirme eso de que “las buenas esencias se venden en pequeños tarros”, pero menudo consuelo ser comparada con la colonia de Pin y Pon. Aunque ser diminuto también tiene sus ventajas. Por ejemplo, heredas la ropa de tus sobrinos, las piernas te caben en los asientos de Ryanair, no tienes que agacharte para hacer la cama y puedes hacer natación en la bañera de tu casa.

El caso es que aquel día en la playa, mi bikini ejercía sobre la gente el poder del paragüas de una guía turística levantado sobre la multitud, así que accedí a desnudarme con la esperanza de pasar desapercibida. El plan salió bien. Desde ese momento me sentí como un barbapapá rosa, abandonado en una fiesta de barbies.

Debido a mi insignificante tamaño, no estoy acostumbrada a tanta expectación. De hecho, sólo la provoco los días en que me veo obligada a ir a comprarme pantalones. La dependienta, mirándome desde la posición de maestra de una guardería, nunca imagina la carga que llevo detrás, y cuando le pido mi talla, responde con cara de profesora solícita: “¿Seguro?”. Al final, mientras la chica repliega el medio metro de largo que siempre me sobra de los pantalones y tiene la oportunidad de ver de cerca las posaderas que Dios me ha dado, me acusa de que yo “engaño”, como si fuera mi obligación llevar escrita en la frente la talla que gasto.

“Carita de morir, culito de vivir”, dice mi madre con razón. Porque gracias a las gafas hipermétropes, que amplifican mi mirada con tanto escándalo como la voz megafónica que dirige una manifestación, parezco siempre a punto de morir de sorpresa. He probado a usar lentillas, pero debido a un ineficaz parpadeo, se entelan de tal forma que termino extraviada dentro de una nube.

Después de años de observación de mí misma, un día decidí dejar de despreciar los dos rasgos grandes que poseo. Y desde entonces exhibo mi mirada estupefacta, orgullosa de la admiración que es capaz de provocar mi atributo trasero. Pero de ahí a acompañar otra vez a Lola a la playa nudista... no me cabe dentro tanta autoestima.

Pepa

La primera vez que vi a Pepa ella caminaba arrogante por los pasillos del Colegio Mayor. Yo había ido a presentar mi solicitud de admisión para el curso siguiente. Después de la entrevista, el administrador me invitó a visitar las dependencias del edificio. Cuando subíamos las escaleras de acceso a las habitaciones, la oímos gritar con su voz masculina y fanfarrona.
- ¡Me voy, me voy, me voy! No me vais a ver el pelo en mucho tiempo.
Pepa apareció por el fondo del corredor. Avanzaba a pasos de gigante, con el desparpajo de una estrella de cine, la espalda recta acentuada por dos grandes hombreras, un cuello excesivamente largo y una cara pequeña en la que se amontonaban todos los rasgos desafiantes, enmarcados por un pelo largo, rizado y rubio que se bamboleaba al ritmo de sus pisadas.
- Sánchez, me han aprobado la Estadística –gritó triunfante, clavando sus ojos verdes un poco saltones en el administrador –y me voy a mi casa a comerme a besos a mi madre.
- Me alegro, Pepa. Mira, esta chica también va a estudiar Matemáticas –anunció el hombre señalándome sin detenerse.
- ¿Sí? –por primera vez Pepa se fijó en mí y, para mi sorpresa, me dirigió una mirada amable, casi compasiva. – Agárrate, entonces, ¡y que no te machaquen! Conmigo no han podido. Me voy con la Estadística aprobada, más contenta que unas pascuas, como si no llevara todo lo demás suspenso. Los muy cabrones nos han tenido hasta el 20 de julio de exámenes, el café me sale por las orejas.
Yo sonreí sin saber si darle la enhorabuena o decirle que lo sentía; pero ella siguió su paso deseándome suerte y yo me apresuré para alcanzar al administrador, quién seguía avanzando despacio por el pasillo mientras agitaba unas llaves en la mano.
El primer día de clase volví a ver a Pepa, sentada en la última fila fumándose un cigarro negro, rodeada de compañeros que reían alborotados.
- ¿Qué? ¿Te admitieron en el Colegio? – me preguntó nada más verme.
- Sí, llegué ayer – le respondí abrazada a mi carpeta.
- A mi me echaron, los cabrones, porque sólo aprobé una. Pero mejor –sentenció-, no me gustaba nada esa movida.
Después, coincidí con ella en muchas otras clases y también en la cafetería de la Facultad, donde Pepa se sentaba la mayor parte de la mañana, sin parar de fumar y de tomar café con leche. Nunca me expliqué cómo podía estudiar allí con tanto ruido, pero decía que era capaz de concentrarse en sus apuntes hasta que alguno de nosotros nos acercábamos a su mesa a charlar un rato.
Poco a poco, Pepa se convirtió en una especie de protectora para mi, como una hermana mayor a quien le contaba mis problemas, aunque yo tenía a mis propios amigos y una vida en el Colegio que nada tenía que ver con la suya, excepto por el hecho de que éramos compañeras de clase.
Después de uno de los exámenes parciales, nos fuimos las dos a tomar una cerveza mientras esperábamos al resto de compañeros.
- Que suerte tienes de haber aprobado ya la Estadística –le dije.
- Yo no aprobé Estadística – respondió muy seria. A mi me sorprendió porque Pepa jamás mentía. – Me la aprobó el chulo de Jose Antonio.
Jose Antonio era el profesor. Entendí que tenía algún tipo de enchufe, pero después me explicó que se lo había encontrado en una fiesta y que él enseguida empezó a tontear con ella.
- Estuvimos liados tres meses, hasta que me dejó dos días antes de los exámenes. El cabrón me dijo que se iba a casar, pero que no me preocupara por la Estadística –confesó Pepa con la mirada perdida, dándole una calada infinita a uno de sus cigarros negros-. Me puso un Notable.
Aquella confidencia desmontó la imagen de mujer autosuficiente que yo tenía de ella y me di cuenta de que, en el fondo, la conocía muy poco, porque cuando estábamos juntas la conversación se centraba mucho más en mi vida que en la suya.
Sin embargo, a partir de aquel momento, fue como si Pepa hubiera salido de una burbuja que la aislaba de todo lo que pudiera perturbarla. Pasamos el final de aquel curso estudiando juntas casi cada día, alternando sus crisis de llanto por aquel amor que nunca más volvió a interesarse por ella, con momentos de risas histéricas teñidas de café con hielo y de noches sin dormir.
El día que fuimos a mirar mi nota de Estadística, ella estaba mucho más nerviosa que yo. Cuando vio mi Notable en el listado se puso a dar saltos de alegría, me cogió en volandas y empezó a gritar “que te jodan, cabrón” hasta que se quedó sin aliento. Yo me enternecí con aquella forma infantil de venganza que nunca hubiera imaginado en una mujer como ella, como si un examen fuera una especie de batalla que se ganara a base de aprobados.
Aquel verano nos escribimos varias veces. En una de sus cartas me contó que había decidido seguir estudiando a distancia, porque volver a Granada se le hacía muy duro, después de todo lo que había pasado allí.
Nunca más volví a verla; pero cuando me cruzaba con Jose Antonio por los pasillos de la Facultad y él simulaba no verme, como hizo con Pepa cada vez que se la cruzaba en el bar, yo susurraba “que te jodan cabrón”, a modo de homenaje a mi amiga.