sábado, 23 de febrero de 2008

El mejor momento del día


Cuando llega la hora de comer, Pilar prefiere salir del hospital y sentarse en un banco del parque a tomar un bocadillo. Es un momento para respirar, un momento de sosiego, al que se abandona con placer, el mejor momento del día. A veces camina un rato y da vueltas a la manzana. Mira con un poco de envidia a los transeuntes. Ellos son libres. Tienen una vida normal, van a trabajar, llevan a los niños al colegio, leen una novela en el autobús, están preocupados por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad. Esperan el fin de semana para descansar, o quizás, con un poco de suerte, salir de la ciudad con algún plan que los sacará de la monotonía de cada día.

Pilar dedica su tiempo de la comida a fantasear que es una persona normal, que sale de su trabajo estresante y se relaja un rato antes de volver a la oficina. A veces, incluso proyecta un fin de semana en la playa o mira escaparates a ver si encuentra un bonito vestido para el verano.

Los días de lluvia se va a la estación y pregunta los horarios de los trenes que van a Tarragona. Y se sienta frente a los paneles de información de salidas como si estuviera esperando que anunciaran el andén al que se tiene que dirigir para coger su tren. Observa con curiosidad a los viajeros, tratando de adivinar a dónde van y si compartirán vagón con ella.

Pilar saborea despacio el bocadillo y disfruta de ese momento, el mejor del día, un rato que ella ha decidido inconscientemente que será suyo, donde no quepa el dolor, ni la preocupación, ni la angustia, ni la culpa. Y en ese rato, sin darse cuenta ni proponérselo, acumula energía y fuerza, a base de pensar que es una persona como las demás, con una vida normal, medianamente feliz, medianamente tranquila.

Después, vuelve al hospital sin rencor, sin nostalgia porque el mejor momento del día se acabe. Vuelve al hospital gozando de esos últimos minutos de libertad, de aire, de normalidad. Y cuando entra en la habitación donde su hijo Andrés lleva ingresado seis meses, Pilar ya no se acuerda de su otra vida, de la vida normal que sueña cada día a la hora de comer. Se acaban las preocupaciones normales por la subida de los precios, por el cambio climático o por el paso del AVE por el centro de la ciudad, y se instala otra preocupación mucho más honda, más hiriente, más culpable, una preocupación que no tiene vacaciones ni fines de semana, una preocupación contraria a lo normal, extraña, enfermiza, dolorosa, la que la mantiene alerta ante cada respiración de su hijo, el niño que, según dicen, ya ha vivido más de la cuenta y que, sin embargo, quiere ser médico de mayor.

viernes, 22 de febrero de 2008

Taller de Cine y Vídeo

© Charles Chaplin


“Taller de Cine y Vídeo”. Enseguida me llamó la atención el pequeño cartel colgado en el tablón de corcho de la Casa de la Cultura. En Las Tablas no había mucho que hacer, era un pueblo perdido en medio de una gran llanura casi desierta, a más de tres horas de la ciudad más cercana, en un punto estratégico sobre una colina que emergía como una isla en medio de un mar plano de tierra estéril y pedregosa. Yo llevaba dos años allí trabajando. Había sido una suerte encontrar una plaza en la biblioteca cartográfica más desconocida del país, donde me dedicaba a recuperar, catalogar y digitalizar mapas. Un sueño para cualquier documentalista. El único inconveniente era que Las Tablas no tenía mucho que ofrecer aparte del trabajo, así que yo acogía con entusiasmo cualquier actividad que me sacara de la rutina.

Tenía algunos amigos allí, como Víctor Pineda, el alcalde, un chico de mi edad que se metió en política más por aburrimiento que por vocación, y que, de vez en cuando, conseguía subvenciones para organizar cursos o conciertos en la Casa de la Cultura del pueblo. Entre Víctor y yo convencimos a Elena, la de la mercería, para que se apuntara al taller. Además, se inscribieron otros tres compañeros que yo sólo conocía de vista. Julián, quién estudiaba a distancia Filosofía mientras ayudaba en el bar que regentaba su padre en el Casino; Ana, la peluquera y Serafín, un carpintero por vocación que construía maquetas de edificios famosos con palillos de dientes.

El primer día del taller nos estábamos presentando cuando aparecieron nuestros profesores, Daniel y Gema, cargados con una cámara y un maletín lleno de vídeos y documentos. Eran una pareja joven que dedicaban sus fines de semana a ir de pueblo en pueblo impartiendo aquel curso, contratados por Ayuntamientos o Colegios, compaginando esa actividad con su trabajo en una tienda de telas que el padre de Daniel tenía en la ciudad.

Gema nos explicó el programa del taller y nos aseguró que la cuarta semana seríamos capaces de montar un cortometraje en sólo dos días.

A medida que transcurría la mañana e íbamos enfrascándonos en la Historia del Cine, desde los hermanos Lumière hasta la llegada del sonido, Gema y Daniel se fueron transformando en divos en blanco y negro, transmitiéndonos su pasión por aquellas películas como si fuéramos los productores de los que dependía su rodaje. Gema adquiría la pose de la vampiresa Theda Bara mientras veíamos escenas de Cleopatra, Daniel parecía la reencarnación de Griffith hablándonos de los decorados y los planos de Intolerancia. Ambos se quedaban mudos como si fueran parte del decorado de la escena final de La quimera del oro y a nosotros seis nos atrapaba la melancolía que invadía a nuestros profesores al volver a ver la escena final de Candilejas.

Creo que fue aquel día en el que Julián empezó a pensar en el argumento de nuestro corto, basándose en un poema del checo Vladimir Holan, Toscana. Aunque estuvimos encontrándonos en el Casino cada tarde desde ese fin de semana, intercambiándonos las películas que Daniel y Gema nos había prestado, hablando de cine y de posibles argumentos para el cortometraje, Julián no comentó que estaba escribiendo un guión hasta varios días después.

El sábado siguiente reanudamos el taller dispuestos a pasarnos otras seis horas viendo películas, pero Daniel y Gema lo dedicaron a explicarnos la parte técnica del cine, los tipos de planos, la iluminación, la construcción de las escenas, el enfoque. Estuvimos haciendo pruebas con la cámara y descubriendo trucos que se empleaban para dar efectos de miedo, de persecución o de lejanía. A partir de ese día, y durante mucho tiempo, no pude ver una película sin contar el número de veces que cambiaba el plano.

Antes de que acabara el fin de semana, Víctor ya nos anunció que había pedido una subvención para montar un cine fórum al cabo de unos meses, Elena comparaba a sus clientas de la mercería con actrices famosas, Ana quería hacer un curso de maquillaje para cine y teatro, Serafín soñaba con montar un taller de decorados en la ciudad y yo con organizar sesiones de cine con los vídeos que se pudrían en la biblioteca en la que trabajaba. Sólo Julián permanecía callado escuchándonos, aunque, de vez en cuando, preguntaba a Daniel y Gema sobre los tipos de plano más convenientes para escenas que le venían a la cabeza.

Entonces llegó la sesión de guión. Estuvimos esbozando algunas ideas que comentábamos con los profesores, la dificultad de rodarlas, los escenarios donde podrían transcurrir y otras dudas que iban surgiendo sobre la marcha. Julián miraba unos papeles ensimismado, mientras íbamos charlando, hasta que Gema le preguntó en qué estaba pensando.

- Bueno, yo he escrito un guión –dijo él mirándonos a todos.

- Ah, ¿sí? Venga, pues léenoslo –le animó Daniel.

Julián empezó a leer su guión, después de decirnos con timidez que estaba basado en un poema. Había pensado en todo. Las escenas, los planos, el entorno, el vestuario. Los siete oyentes escuchamos hipnotizados la historia a medida que Julián nos explicaba cómo había imaginado cada escena, qué música acompañaría cada momento, qué sensación quería reflejar con cada plano.

Un escritor vive en un pueblo de la Toscana. Suele escribir en alguna taberna, siempre acompañado de un vaso de vino. Dedica algunas palabras a los ancianos que se sientan en mesas cercanas a la suya, pero se le ve enfrascado en una historia que no acaba de redondear. El poema que escribe tiene que ver con una mujer. Lo sabemos porque mientras está sentado en la mesa, con la pluma en la mano, garabateando unos papeles, hay fundidos que trasladan al espectador a escenas irreales, como de sueño, en las que aparece la mujer con un vestido blanco de gasa que oscila con la brisa. Él corre hacia ella hasta darse cuenta de que ha desaparecido. Entonces se desespera mirando hacia todas partes sin verla. Volvemos a la relidad y vemos al escritor abatido, con la cabeza entre las manos, como si no supiera por dónde seguir. En otro de sus sueños se los ve de frente a la cámara en un plano medio, desnudos de cintura para arriba. Entonces el plano se rompe en mil pedazos y nos damos cuenta de que estaban ante un espejo.

Un día, de pronto, recibe una carta de manos de una niña. La lee y la imagen se pierde entre las letras que se van difuminando hasta llenar la imagen. Sabemos que ha pasado algún tiempo porque el escritor lleva otra ropa. Camina al encuentro de la mujer. Es irreal porque ella es la protagonista de su historia; pero es real porque donde se encuentran son escenarios por los que ya lo hemos visto moverse cuando la película transcurría en el plano de la realidad. Se encuentran y pasean por el pueblo. Un travelling circular marca un momento álgido, en el que están cara a cara, mirándose al fin, en medio de una estancia enorme y vacía con grandes ventanales en forma de arco, donde la luz es tan intensa que el espectador apenas puede ver sus figuras. Ellos permanecen allí mirándose mientras el travelling nos transporta a otro escenario similar, lleno de luz, pero ahora está en ellos, porque están al aire libre, y lo que se vuelve oscuro es lo que enmarcan los arcos, las tumbas de un cementerio. El travelling acaba y la cámara se centra en los ojos del escritor, que está mirando fijamente a la mujer, como si se perdiera dentro de ella. En la escena final, los dos están sobre una cama dormidos, envueltos en sábanas blancas, en una postura que parece el símbolo del ying y el yang, cada uno con la cabeza frente a las piernas del otro. Encogidos, pero relajados. Entonces una lluvia de pétalos de rosas rojas cae sobre ellos y el plano se funde con otro en el que vemos unos escritos en el suelo salpicados de miles de gotas de sangre, que en un principio confundimos con las flores, y una mano muerta colgando sobre ellos. Un travelling recorre la imagen de la mano, sube por el brazo y vemos el rostro muerto del escritor sobre una cama.

Nos quedamos boquiabiertos, sin saber qué decir.

- Ella era la muerte – explicó Julián, sin necesidad, antes de que pudiéramos expresar nuestra admiración.

Al cabo de unos segundos de silencio, Gema dijo:

- Chicos, vamos a rodar ese corto.

Y entonces nos pusimos a trabajar. Daniel empezó a pensar en el vestido de la protagonista, que coseríamos con telas de su tienda. Serafín iba dándole vueltas al mecanismo con el que haríamos el travelling circular. Julián, que había pensado en todo, nos llevó a ver los escenarios que había imaginado. Ana dijo que tenía un espejo que podíamos romper, claro que sólo podríamos hacer una toma de esa escena. Gema y yo estuvimos de acuerdo en que Víctor debía ser el escritor, porque era alto y delgado, con pinta de intelectual. Al fin, Julián se atrevió a sugerir que había pensado en Elena para representar el papel de la protagonista y a partir de ese momento todos empezamos a llamarla la musa.

Nos pasamos toda la semana organizando el momento del rodaje, revolucionamos a medio pueblo y en aquellos días ninguno de nosotros echó de menos estar en otro lugar o pensar en otra cosa que no fuera nuestro corto.

De todas las escenas, sólo tuvimos que renunciar al espejo roto en mil pedazos, porque a la hora de la verdad no conseguimos que se partiera más que en tres; pero incluso estuvimos tan orgullosos del travelling circular, que manteamos a Serafín por haber sido capaz de construir aquellos raíles artesanos con los que lo hicimos. Cada uno de nosotros fue cámara en los planos que más nos gustaban e incluso se nos unieron algunos amigos que sujetaban cartulinas blancas alrededor de Víctor y Elena para dar más luz a la escena.

El día del montaje, habíamos hablado tanto con Julián, con Daniel y Gema, que en unas horas lo tuvimos acabado y terminamos el taller brindando por nuestro trabajo con unas cervezas a las que nos invitó el padre de Julián en el Casino.

Los vecinos de Las Tablas fueron al estreno de Toscana en la Casa de la Cultura y todos nos sentimos como si estuviéramos pisando la alfombra roja del Teatro Kodak de Los Ángeles.

El Taller de Cine y Vídeo había acabado, pero cada uno de nosotros tenía dentro una inquietud que mantendríamos ya para siempre.

Seguimos encontrándonos con frecuencia, para ver películas o planear otro corto que había escrito Julián, Veinte de febrero, y que nunca llegamos a grabar.

Poco después, volvimos a coincidir con Daniel y Gema en la ciudad, porque habían presentado la cinta en una muestra de cine joven y había sido seleccionada para una proyección. Resultó un poco decepcionante después del estreno en Las Tablas, porque en la sala enorme sólo estábamos nosotros y otro grupo de gente que esperaban para ver su película que se proyectaba a continuación.

Vivimos aquel invierno como si fuéramos los protagonistas de un cuento de Éric Rohmer, llenos de sueños y de proyectos que aparecían en todos los encuentros por la calle, en los cafés que compartimos e incluso en las siguientes elecciones que Víctor volvió a ganar.

Un tiempo después me fui de Las Tablas. Era complicado mantener en buenas condiciones los mapas de la biblioteca, así que los trasladaron a una de la ciudad, más grande y con mejores instalaciones, por lo que mi trabajo allí se esfumó junto con los mapas. Desde entonces, hablé con algunos de mis compañeros del taller un par de veces por teléfono, en algún cumpleaños y también cuando supe que Ana y Serafín se casaban. Ellos me explicaron que hacía tiempo que Julián se había ido a vivir a Londres, cuando terminó la carrera de Filosofía, pero que no sabían nada más.

Hoy he tenido noticias de él, cuando he buscado en el periódico en la sección de cine una película para ir a ver mañana y he descubierto que en una sala pequeña, en la hora golfa del jueves, ponen Veinte de febrero, dirigida por Julián García.

lunes, 11 de febrero de 2008

Toscana

© ERIO

Hay días que transcurren vacíos, que no aportan nada. Días que podrían no haber pasado o en los que me siento como si estuviera en una sala de espera, en la que no hay nada más que hacer que aguardar el momento en el que a uno le toca el turno de actuar. Mientras tanto, voy sirviendo cafés, cruzando unas palabras con los clientes, escuchando las quejas continuas de Eduardo porque su equipo ha perdido el último partido o porque el Ayuntamiento ha convertido en zona azul las calles de su barrio.

Hace tres años que llevo el bar de mi padre, llegué a un acuerdo con él cuando decidió retirarse y volverse al pueblo, con la idea de estudiar en los ratos libres hasta sacarme las Oposiciones de Geografía e Historia y después traspasar el local. Desde entonces, mis apuntes descansan en un cajón que hay detrás de la barra, sólo el primero de estos tres años me tomé en serio el estudio y logré dedicarle tiempo. Después, apareció Clara.
El bar estaba vacío, era una de esas horas muertas entre el desayuno y el aperitivo que yo solía dedicar a estudiar. Estaba sentado frente a la puerta, con la Civilización Grecolatina sobre la mesa, cuando la vi entrar y sentarse en un taburete. Yo me levanté para atenderla y, mientras recorría el pequeño espacio hasta llegar a la barra, la observé rebuscando algo en el bolso. Llevaba una falda larga negra, un jersey de cuello vuelto de muchos colores y el pelo rubio recogido con una pinza a la altura de la nuca que le daba un aire desaliñado.
- ¿Qué te pongo? – le pregunté.
- Un café con leche muy caliente, que hace mucho frío – pidió ella, mientras seguía buscando algo en su bolso. - Oye, perdona, ¿no tendrás un cigarro? Es que me los he dejado en casa – añadió.
- Sí, toma – respondí yo, poniendo mi paquete de tabaco sobre la barra –, coge.
- ¿Estabas estudiando? – preguntó ella encendiendo uno.
- Sí, intentándolo. Quiero sacarme las Oposiciones de Geografía e Historia – le expliqué, adelantando una respuesta a una pregunta probable.
- Ah, muy bien, pues mucho ánimo. Yo a veces me planteo volver a estudiar, pero se me pasa enseguida – dijo.
Y nos reimos los dos.
- ¿Y a qué te dedicas? – dije, y me sorprendí a mí mismo, ya que no solía preguntar a los clientes desconocidos algo que quizás a ellos no les apetecía explicarme. Para romper el hielo ya estaba el tema del tiempo.
- Soy pintora – respondió ella sonriendo.
Entonces entró Eduardo, más pronto que de costumbre, a tomarse la cerveza de todos los días, vestido con su mono blanco de pintor, cubierto de manchitas multicolores que se iban acumulando a pesar de los lavados. Yo me sentí decepcionado, casi rabioso, porque con su aparición acabó la conversación tranquila que estaba teniendo con aquella chica tan agradable y porque me había quedado con ganas de saber algo más de ella.
- Hay que ver cómo está el tráfico hoy, caen cuatro gotas y todos a conducir como berracos. Me quedan dos días para volverme al pueblo, Fidel, te lo juro, dos días. En cuanto mi chico acabe el colegio, me lío la manta a la cabeza y me voy – empezó a relatar Eduardo sentándose en un taburete -. Ponme una caña, anda.
- Hoy vienes más temprano – le dije todavía rencoroso por su irrupción repentina.
- Sí, tenía que pintar un patio, pero con la lluvia de esta mañana he tenido que dejarlo para otro día. Me cago en la mar, a ver cuándo voy a encontrar tiempo para hacer ese trabajo.
- Te cojo otro cigarro, Fidel – dijo de pronto Clara.
- Claro, coge los que quieras – respondí yo, observando cómo Eduardo miraba a la chica de arriba abajo.
- Hombre Fidel, pues ya que estás hoy generoso dame otro a mi – dijo Eduardo, acercándose a la chica para coger el paquete de tabaco. - Claro que yo soy más feo que esta señorita – añadió giñándome. Y a mí me molestó la forma en la que dijo aquellas palabras que me sonaron a intromisión. - ¿Ha visto cómo está el tráfico? – preguntó Eduardo a la chica mientras encendía uno de mis cigarrillos.
- No, la verdad, porque vivo aquí al lado y he venido andando – respondió ella.
- Ah, ¿sí? Pues no te he visto nunca por aquí, y eso que vengo todas las mañanas – dijo Eduardo, curioso.
- Sí, me mudé hace dos días – respondió Clara, a quién parecía que no le molestaban las preguntas del pintor. Desde luego no tanto como a mí.
Fue así, gracias a Eduardo, como me enteré de que se llamaba Clara, que había estudiado Bellas Artes y que se acababa de instalar en casa de una amiga, también pintora, quien tenía un puesto callejero de cuadros en la Plaça del Pi, que ahora compartían.
Desde aquel día, Clara pasaba por el bar cada mañana cargada con un carrito de llevar maletas, donde trasladaba sus pinturas desde su casa hasta la Plaça del Pi. Uno de aquellos cuadros era su favorito, Toscana, lo llamaba, unos tejados rojos entre los que sobresalía una torre cuadrada con una veleta y al fondo un paisaje de montes bajos con árboles pequeños y caminitos que se perdían en un horizonte que esperaba la llegada de la noche, una tarde ya sin sol. Y decía que cuando lo vendiera su vida cambiaría. Lo había pintado después de pasar unos días en Florencia. Me contó que había recorrido Italia con unos amigos en una furgoneta, después de acabar la carrera. No tenían apenas dinero, pero en cada lugar donde paraban montaban un tenderete de pinturas, pulseras, collares y bolsos que ellos mismos confeccionaban. Y que así iban tirando y alargando el recorrido lo más que podían.
Cada vez que me hablaba de aquel viaje, era como si se trasladara toda ella a aquellos lugares, su vista se perdía en la máquina de café del bar y hablaba sin mirarme, como si tuviera delante una pantalla en la que contemplara la película que me estaba narrando, una película que no tenía final, porque Clara evitaba explicármelo o porque quizás no quería recordarlo, aunque yo percibía que el desenlace de aquella historia era precisamente lo que teñía su voz de melancolía y nublaba sus ojos azules, habitualmente vivos y brillantes.
Tanto me habló de su Toscana y de los días que pasó en Italia, que me convenció de que cuando lo vendiera su vida cambiaría. Y yo tenía miedo de que llegara aquel día, porque sabía que, entonces, yo volvería a mi sala de espera particular, en la que sólo tenía unos apuntes de Geografía e Historia con los que entretener el tiempo vacío en el que ella ya no estaría. Así que cuando aparecía por el bar cargada con su carrito, a menudo sola, otras veces acompañada por su amiga y compañera de piso, buscaba entre todos los lienzos y láminas el Toscana, y suspiraba de alivio al verlo todavía allí, el más grande de todos, con los bordes gastados y dos vidas pendientes de su destino.
Clara me preguntaba a menudo por mis estudios y me animaba a no dejarlo, porque yo le había contado que nunca había tenido claro qué quería hacer con mi vida, aunque sí estaba seguro de que no quería pasármela detrás de la barra de aquel bar que había acabado con los pulmones de mi madre, quién murió de cáncer hacía años, y con la espalda y la ilusión de mi padre por volver al pueblo con su mujer, después de treinta años de trabajo juntos. Así que Clara se empeñó en hacerme estudiar, y yo a veces me sentaba en una mesa, después de cerrar, y me aprendía un par de temas, sólo para poder decirle a ella al día siguiente que estaba adelantando con el temario.
- Fidel, imagínate que tú apruebas las Oposiciones y yo vendo el Toscana el mismo día- me decía ella con frecuencia.
Y así empezaba una conversación más, a menudo interrumpida por las peticiones de los clientes, a las que ya nos habíamos acostumbrado, y conseguía atenderlos sin abandonar la conversación con ella, dejando que otras charlas aplazaran de forma momentánea la nuestra, que quedaba pendiente para el próximo ratito de tranquilidad.
Casi desde que llegó Clara, Eduardo cada día insistía en que yo estaba coladito por la chica. Yo lo negaba. Me molestaba esa expresión, “coladito”, porque trasladaba a un terreno superficial y simplón lo que yo sentía por ella. “Pero qué dices, si sólo es una cliente como tú, hombre”, le decía. Y él dale que dale, siempre con la misma cantinela, que yo no lo engañaba, que se me veía de lejos, que a ver cuándo me lanzaba. Pero para mí Clara era mucho más que alguien sobre quién “lanzarse”, era como una noche de Reyes, en la que la espera está llena de sentido, de emoción y de misterio.
Yo nunca había entendido en las películas o novelas el papel del chico que no se decide a explicarle a la protagonista que está enamorado de ella. Siempre había afirmado que, en esos casos, lo mejor es afrontar el momento lo antes posible y quitarse el peso de encima, pasara lo que pasara. Y, de hecho, esa había sido mi actitud con las mujeres que me habían atraído hasta entonces. Pero con Clara era distinto, porque yo presentía que ella sólo esperaba de mí lo que ya tenía. Yo era su tabla de salvación, aunque no supiera de qué la estaba protegiendo, a la que ella acudía siempre de buen humor, para sentirse acompañada, con ganas de verme, quizás, pero con aquella melancolía perenne que la llevaba hasta el final de su viaje por Italia, en el que pintó su cuadro favorito, haciendo imposible que pudiera verme como alguien a quién amar. Y además, aunque ella nunca me había hablado del tema, yo sabía que uno de sus compañeros de viaje, un tal Lucas, tenía mucho que ver con esa añoranza que parecía mantenerla y destruirla a la vez.
A pesar de todas nuestras conversaciones, ella nunca me explicó casi nada sobre su familia o sus amigos. Yo sólo sabía que sus padres y un hermano vivían en Cuenca y sólo conocía la existencia de una amiga, Neus, su compañera de piso, una chica alta y desgarbada, que hablaba por los codos a un ritmo frenético, a menudo para regañar a Clara por cualquier ocurrencia. Muchas tardes nos reímos a gusto los tres, por la forma en que Neus explicaba anécdotas con su acento catalán muy marcado, indicando el esfuerzo que hacía por hablar en castellano y que a Clara y a mí nos hacía mucha gracia.
- Fidel, hoy viene una mujer, se pone a mirar una marina y le dice a Clara: “¿Esto es un Sitges?”. ¡Un Sitges! Como quién dice un Gaugin, Fidel Yo me meaba. Y la Clara: “No señora, es un mar inventado”- Neus se reía ya sola, contagiándonos a nosotros la risa. - Es que es más tonta... Clara, eres más inocente. Así no se puede ir por la vida. Si la mujer quiere “un Sitges” – dijo, con retintín -, coño, Clara, le dices que sí, que es un Sitges, y la tía se lo lleva tan contenta al precio que le digas –. Pues no, Fidel, la Clara le tiene que decir la verdad, que se lo ha inventado. Y la mujer, la burra aquella, pone cara de decepción y se va diciéndole al marido: “No, Pep, que no es un Sitges”. Fidel, díselo tú, que tiene que mirar por ella y no ir tanto de buena, de tonta, porque eso ya es de tonta – me rogaba Neus, señalando a Clara.
- Llevas razón, Neus, pero es que me sorprendió la pregunta, no vi venir la intención – trataba de excusarse, entre risas, Clara.
- Mírala, mírala, Fidel, ¡le da igual! Treinta o cuarenta euros menos y aquí está muerta de risa – gritaba Neus, divertida, aunque sin entender que su amiga se riera en vez de lamentarse. Y al ver como yo también reía, añadía: - Ay, pero es que tú eres igual, Fidel, le hubieras dicho lo mismo, un empanao, eres un empanao igual que ella – y cogía una bolsa de patatas de un lado de la barra y se ponía a comer fingiéndose desesperada.
A veces Neus y Clara se sentaban en una mesa por la tarde, cuando yo tenía el bar de bote en bote. Las veía charlar hasta que, de pronto, aparecía en Clara aquella mirada perdida, al tiempo que Neus gesticulaba e inclinaba su cuerpo sobre los codos apoyados en la mesa, para acercarse a su amiga, a quién a veces acariciaba en el hombro, como intentando animarla, y al final acababa llamándome para pedirme un gin tonic. Me llegaba parte de la conversación que mantenían y que yo me esforzaba por oír. “Tú vales mucho, Clara, lo que pasa es que no te lo crees”. “Ha pasado mucho tiempo, olvídalo ya”. “Lucas siempre fue un niñato que no sabía lo que quería”.
Una noche en la que yo tenía ya la persiana del bar medio echada, entró Clara. Llevaba dos días sin verla, lo que no era extraño, ya que a veces se iba a vender sus cuadros a alguna feria artesana de algún pueblo o ciudad cercanos. Aparecía después y me explicaba dónde había estado, lo que había vendido y cómo era la gente que se había llevado sus láminas y pinturas. Esa noche venía sola. Se había puesto una falda de punto de rayas de colores y un jersey azul claro que le sentaba muy bien.
- Fidel, ¿puedo pasar? Tengo que contarte una cosa – dijo, colándose por debajo de la persiana.
- Claro, bonita. ¿Qué ha pasado? – pregunté, tratando de aparentar tranquilidad, pero con el corazón encogido, temiéndome la noticia que empezaba a intuir.
- ¡He vendido el Toscana! – gritó. Y se lanzó sobre mi para darme un abrazo, el primer abrazo que me daba y que yo, como un tonto, no supe devolverle. Me quedé allí parado, dejando que ella me rodeara con sus brazos, con los míos caídos a los lados, sosteniendo en las manos el spontex y el trapo con el que estaba limpiando las mesas.
Ella, quizás porque notó la frialdad con que recibí la noticia, se separó de mí y añadió:
- Ay, que estás a punto de cerrar, estarás muerto, Fidel, ya te lo cuento mañana.
A mi se me hizo un nudo en la garganta y me costó un mundo decirle que no, que se quedara y me lo contara todo, que había que celebrarlo, que me había pillado por sorpresa. Y mientras decía estas palabras, trataba de convencerme a mí mismo de que la noticia no tenía por qué cambiar nada y que, de hecho, aquel cuadro sólo había sido un lastre para ella, que quizás ahora había llegado mi oportunidad.
Puse dos gin tonics y nos sentamos en su mesa de siempre. Yo sonreía intentando contener una angustia que me apretaba el estómago, confundido por dos sentimientos simultáneos: el miedo a perderla y el nerviosismo de saber que había llegado el momento de explicarle lo que sentía por ella.
Mientras tanto, ella me contaba que había llegado una pareja joven al puesto y que la chica se había enamorado del Toscana, pero que él no lo tenía claro, porque era muy grande y pensaba que se “comería” la sala. Neus empezó a venderle el cuadro al chico, diciéndole que cuando lo viera colgado, con aquellos colores, le daría un ambiente acogedor a la sala, el hecho de que fuera grande no significaba nada, porque lo importante eran los tonos. Y el marco, claro, que debía ser mínimo para no robarle protagonismo a la pintura. El muchacho se iba convenciendo poco a poco, atento a las explicaciones de Neus y conmovido por la ilusión con que su novia le pedía que lo compraran, hasta que finalmente accedió. Clara asistió a la escena casi sin intervenir, escuchando cómo Neus afirmaba que su amiga era una verdadera artista y que mucha gente conocida tenía cuadros suyos en sus casas. Eso fue lo que acabó de convencer al chico, quién terminó pagando nada menos que cien euros por encima del precio aproximado que le había puesto la autora.
Nos reimos un buen rato los dos, Clara imitando el acento cerrado de Neus, la expresión de su cara, y el desparpajo con el que era capaz de inventar una historia sobre la marcha y yo imaginándome la escena.
Entonces se hizo un silencio espeso como el que precede al diagnóstico de un médico y yo traté de romperlo proponiendo un brindis.
- Por el Toscana, para que siga teniendo para sus dueños tanto significado como el que tenía para ti – dije, sorprendiéndome a mí mismo por el tono abatido con que pronuncié aquellas palabras que sonaron tristes como una despedida.
Clara brindó conmigo y enseguida ví que se llenaba de melancolía como tantas otras veces. Suspiró y dijo:
- El Toscana era yo. Bueno, la veleta, ¿te acuerdas? Esa era yo. No era consciente cuando lo pinté, pero después me dí cuenta, porque Lucas siempre me decía que yo era como una veleta.
- Lucas era tu novio, ¿no?
- Sí, me dejó cuando volvimos de Italia. Fuimos a Colliure, ¿has estado? Es un pueblo precioso – continuó sin esperar mi respuesta-, donde murió Machado, su tumba está allí. Yo estaba triste porque acabábamos el viaje y entonces Lucas me dijo que se volvía a Madrid, a trabajar en la empresa de su padre. Nunca supe cómo ni cuándo había tomado esa decisión, porque él siempre me había dicho que quería tener una vida diferente a la de su familia, que no quería tener empleados, ni juntas directivas, ni objetivos anuales diferentes a ilusiones como la de viajar a Honduras o recorrer Holanda en bicicleta. Nosotros siempre decíamos que viviríamos de otra manera. Yo lo pensaba de verdad. Ahora ya no sé si se puede vivir como soñábamos entonces.
Yo tampoco lo sabía, ni se me ocurría nada que decir, algo que sacara a Clara de su ensimismamiento o que calmara mi ansiedad, que iba creciendo con sus palabras de derrota, como si hubiera abandonado algo en lo que creyó durante mucho tiempo. Mi nudo en el estómago crecía con el paso de los segundos que tenía de plazo para explicarle lo importante que había sido y que era para mí tenerla cerca, que al fin había dejado de tener días vacíos como antes, horas muertas de sala de espera, de esas que transcurren sin aportar nada.
La melancolía se disipó de pronto y los ojos de Clara volvieron a ser vivos y brillantes, porque ella recordó algo.
- Al final me ha dado hasta pena vender el Toscana –dijo-, aunque yo estaba convencida de que cuando lo vendiera cambiaría todo; pero ha sido al revés. Cuando mi vida ha cambiado, lo he vendido.
Me miró sonriendo, como guardándose una sorpresa final. Y yo interpreté sus palabras como si las hubiera pronunciado yo mismo, como si yo fuera el protagonista del cambio del que hablaba ella. Así que le sonreí y estaba dispuesto a decirle que ella también había transformado mi vida, cuando oí, hipnotizado por la intensidad de mi respiración, las palabras que me trasladaron, de nuevo, a la sala de espera.
- El sábado me traslado a Málaga. Una amiga me ha conseguido un trabajo precioso, Fidel, para pintar murales en bares y locales y sitios así modernos. Dice que por lo menos tengo para dos años. Y además puedo seguir vendiendo mis cuadros, porque allí hay mucho mercado tanto en verano como en invierno – explicó ella fijando sus ojos brillantes en mí, dejándose llevar por una ilusión que emanaba de su cuerpo, recorría el espacio que nos separaba y se transformaba en añoranza al entrar en contacto con mi atmósfera.
Hace ya siete meses que Clara se fue. Neus pasa por el bar de vez en cuando y me explica que le va muy bien, que está contenta, y que siempre le dice que me cuide y que me anime a estudiar mucho. Yo empecé a calmar la angustia de mis horas vacías estudiando y, desde entonces, no he dejado de hacerlo hasta hace unos días, cuando supe que había aprobado las Oposiciones. Ayer hice un trato con Eduardo. Se queda con el bar, porque dice que al menos así se ahorra el tráfico de cada día. Además, quiere empezar cuanto antes. Así que he decidido tomarme unas vacaciones, dejar de esperar y empezar a actuar. Me voy a Málaga, siguiendo la estela de una veleta.