domingo, 30 de noviembre de 2008

2008, yes we can

© Gloria

Este 2008 recorrí los cinco continentes en una sola tarde. Estaban todos en un barrio de Badalona. Uno de esos en los que la abstención es superior a la media, en los que la mayoría de los vecinos no piensan quién les gobierna, sino quién puede echarlos del trabajo o del país. Un barrio que ha crecido a ritmo de asentamiento, como ese pueblo malagueño llamado Almargen por el que pasábamos cuando íbamos a Ronda para ver a mi abuela y que mi madre siempre decía que se llamaba así porque se había formado “al margen de la ley”. Todavía no sé si era una broma o lo decía de verdad.

El caso es que, en mi viaje, conocí a tres niñas cuya edad no superaba los seis años, cada una de un continente. Todas se pusieron mis gafas, miraron mi cámara de fotos y, durante la merienda, contaron hasta veinte en inglés, saltándose el once y el dieciséis.

También conocí a un voluntario maestro jubilado, cuya mayor aspiración era enseñar a leer a sus niños en las clases de refuerzo, porque en el cole ya los daban por perdidos. Y a cinco educadoras, que se dejan la piel en esa coeducación de la que se habla desde los micrófonos de los mítines, pero a la que tan poco caso hacen en los despachos desde donde se tienen que asignar las subvenciones.

Y a una directora, que sonreía mirando al infinito mientras yo le aconsejaba que fueran a las instituciones públicas a pedir espacios para que los niños del barrio puedan jugar.

En ese viaje, gracias a esa directora, al maestro jubilado y, sobre todo, gracias a la niña que se llamaba a sí misma María Antonieta mientras el resto de niños la acusaban de embustera, me dí cuenta de que existen lugares en los que la ilusión y la esperanza de un futuro mejor valen más que el petróleo, que si hubiera una bolsa en la que cotizaran estos valores, la crisis sería literatura de ficción y que, a pesar de todo, compartir con ellos mi viaje, me hace comprobar la fuerza de la expresión de moda del año: yes, we can.

Nota: Este post está escrito para el concurso de 1 año en 1 post de Atrápalo. Aunque no puedo participar, me gustaría que lo votaras si te gusta. Gracias.




un año un post
Votar
Ver otros participantes

lunes, 24 de noviembre de 2008

La comunicación


Pensé que estaba soñando cuando oí hablar a mi gata: “Hace un calor de mil demonios”, dijo mirándome como si le hubiera intentado timar en la compra y estuviera a punto de pedirme el libro de reclamaciones.


Sentí decepción y miedo a la vez, no sabría decir en qué proporción cada uno. ¿Era esa forma de recibirme después de todo el día en la oficina? Me preguntaba qué le habría hecho yo a Mildred para que ella se dirigiera a mí en ese tono. Siempre la había tratado bien, jamás la dejaba sola más de dos días seguidos, tenía los mejores canguros de gatos de toda la ciudad y, si ellos no estaban disponibles, mi madre, amante de los animales, la cuidaba con mucho gusto. Que conste que no me gusta molestar a mi madre. Ni a ella ni a nadie, esa es la verdad. Siempre que le pido un favor, la pobre señora se desvive por ayudarme; pero me da apuro que modifique sus planes por mí o que dedique su tiempo a algo que no le apetezca hacer. No quiero ser una carga para ella. Por eso, cuando la llamo o voy a visitarla jamás le digo que necesito ayuda. Prefiero que sea ella quién me pregunte si me hace falta algo. Y nunca accedo a la primera cuando se ofrece para hacerme un favor, así le doy tiempo para pensárselo, que después no dude de haber sido ella la que se ofreció. No me gusta ponerla en un compromiso, aunque sea mi madre. Una vez estuvo casi media hora insistiéndome para quedarse con Mildred. Y yo venga a decirle que no hacía falta, ya con los billetes de avión a Santander comprados y sin canguro para el animal. Al final accedí casi con disgusto a que se quedara con ella, cuando me suplicó: “Pura, hija, soy tu madre. Déjame a la gata, que estoy encantada de tener compañía... y vamos a dejar ya este tira y afloja, que me vas a volver loca”. Hay que tener cuidado en esos momentos de que la otra persona no llegue al límite y se rinda. Si sobrepasas ese punto, el otro pensará que es cierto que no lo necesitas, o que no quieres más pastel aunque te estés muriendo por otro pedazo o que puedes seguir esperando un rato más en la puerta de un lavabo público, cuando en realidad estás a punto de hacértelo encima. Hay que saber en qué momento aceptar. Es como si estuvieras comprando alfombras en Estambul, llega un punto en que el vendedor para de insistir y, si eso ocurre, ya no hay nada que hacer.


El caso es que allí estaba yo, acababa de oír a mi gata hablar y, aparte de estar muy disgustada por su comportamiento, estaba asustada. Puede que resulte raro que alguien sienta miedo de su propia mascota; pero era la primera vez que me hablaba y, la verdad, no fue una sorpresa agradable. Me sentía decepcionada. Yo prefería a Mildred cuando era silenciosa, como todas las gatas. Me preocupaba que, de pronto, se hubiera vuelto parlanchina.


Pero aún así, no quise incomodarla. Por eso me mostré lo más tranquila que pude, como si lo que acabara de suceder fuera lo más natural del mundo. Lo último que deseaba era que se sintiera un bicho raro, aunque lo fuera; pero tampoco quería mostrarme indiferente. No sabía muy bien a qué atenerme, la verdad. En mi descargo diré que hice un esfuerzo sobrehumano para no herirla.

- Llevas razón – le dije. Es verdad que hoy es un día muy caluroso. Quizás en un par de horas tenga que poner el aire acondicionado – añadí, condescendiente, tratando de centrar la atención en su problema, en vez de transmitirle mi preocupación y disgusto por el hecho de que ella se hubiera decidido a hablarme como lo había hecho.


Cuál fue mi sorpresa cuando la vi subir de un salto a mi sofá, donde se tumbó indolente, y, poniendo su cara sobre las patas delanteras y entrecerrando los ojos a lo Bette Davis en Eva al desnudo, me soltó:


- Por el amor de dios, hace horas que debía estar funcionando ese maldito cacharro. Vamos a morir abrasadas.


Si quiso herirme, lo consiguió. Me dejó sin habla, durante unos segundos me quedé paralizada observando su gesto de desprecio, como si hubiera perdido todo el interés por mí y quisiera estar en cualquier lugar que no fuera mi salón. Pensé que no sería capaz de pronunciar palabra en toda mi vida, pero lejos de hacérselo notar, intenté calmar mi respiración agitada, contar hasta diez y pasar por alto su menosprecio.


Quizás tuviera problemas que yo desconocía, aunque por otro lado, ¿cómo los iba a conocer? Por muy pendiente de ella que hubiera podido estar, nunca imaginé que pudiéramos tener una conversación. Mildred debería de haber entendido que yo no estaba preparada, era la primera vez que me hablaba. Es verdad que también se trataba de una situación nueva para ella; pero después de todo no había sido yo quién había destapado la caja de los truenos. A pesar de estos pensamientos que me pasaban por la cabeza a gran velocidad, pude mantener cierta serenidad y darme cuenta de que era yo la responsable de ella, y no al contrario, por lo que tendría que ser yo quien resolviera el conflicto. Tenía que ganar tiempo para pensar qué hacer, así que decidí responderle:


- Mildred, estás nerviosa y cansada. Relájate y verás como se te pasa un poco el calor. Si dentro de un rato sigues igual, pondré el aire acondicionado. Mientras tanto, voy a cambiarme y después podremos hablar tranquilamente.


Antes de poder dar un paso hacia la habitación, me replicó entre dientes con aquella voz grave a la que todavía no me había acostumbrado:


- Eso, tú vete como siempre pensando que puedes resolverlo todo a tu manera. Pura, la autosuficiente.

- ¿Qué quieres decir? – pregunté sin poder evitar teñir mis palabras de cierto resentimiento.

- ¿Qué sabrás tú de cómo me siento? Sólo tengo calor. Soy una gata, por el amor de dios.

Ahí ya no pude callarme ni serenarme, perdí los nervios. Quizás ese fue mi error; pero aquello era demasiado para mí. Soy humana, tengo sentimientos.

- ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? ¿Es ese tu problema? Pues lo pongo, Mildred, lo pongo. Pero no había necesidad de hablarme de ese modo. Ya sé que eres una gata. ¿Y qué? ¿Eso te da derecho a tratarme como si fuera basura?

- Estás paranoica, Pura. Te has montado la película tú solita, yo sólo he dicho que tenía calor.

- Ah, sí, en un tono de lo más dulce. Da gusto llegar a casa y que tu propia gata te suelte una grosería tras otra. Y eso, claro, después de todo el día trabajando, mientras ella ha estado tranquilamente paseando por la casa.

- ¿Y qué quieres que haga? ¿Que mire las ofertas de trabajo mientras tú no estás?

- Por dios, Mildred, no pongas en mi boca palabras que yo no he dicho. No sé si te das cuenta de que es la primera vez que me dices que tienes calor. De hecho, es la primera vez que me hablas.

- Joder, si no te hablo me derrito. Y ni con esas.

- ¿No podemos tener una conversación tranquila después de haberme cambiado? ¿Tiene que ser de esta manera, deprisa y corriendo?

- ¿Pero qué coño tenemos que hablar? Yo sólo tengo calor – gritó, poniéndose en pie sobre el sofá.

- No me hables en ese tono, te lo advierto.

- Bueno, ya veo que no llegamos a ninguna parte tú y yo. Moriré de calor antes de que comprendas lo que te estoy diciendo – dijo, caminando hacia la cocina, de espaldas a mí.

- Lo entiendo perfectamente. Estás de mal humor y la pagas conmigo.

- ¿Sabes qué? – giró la cabeza y me miró desde la encimera -. Me voy de esta casa –amenazó.

- ¿Y dónde vas a ir, Mildred, al tejado de la vecina?

- ¡Pues sí! Es mucho más fresquito que este jodido apartamento.


Y dicho esto, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, la vi saltar hacia el marco de la ventana, desde donde se volvió para mirarme orgullosa con esos ojos verde claros, casi amarillos y, tras girar sobre sus patas, de un brinco desaparecer de mi vida.


Por supuesto en aquel momento pensé que en un rato volvería por donde se había ido. ¿Qué iba a hacer Mildred sin mí? Era incapaz de cuidarse por sí misma. Todavía recuerdo el enfado que cogió aquella vez que la dejé sola un fin de semana entero en casa. Estuvo una semana ignorándome. Y eso que le dejé comida y agua suficiente como para pasar un mes sola. Desde entonces, no me he atrevido nunca a irme sin dejarla con un canguro o con mi madre.


Pero Mildred no volvió. Todavía no ha vuelto, y de eso hace ya tres meses. Lo peor de todo es que ni siquiera puedo explicárselo a nadie. ¿Quién me iba a entender? Incluso mi madre me miró como si me viera por primera vez cuando le dije que la gata me había abandonado. “Se habrá perdido, mujer, Pura, no seas dramática”. Desde entonces no ha parado de insistirme para que me compre otra. Que me ve muy sola, me dice. No comprende que Mildred es insustituible. Hasta me hubiera acostumbrado a esa voz grave que tenía. Si no le hubiera podido la impaciencia, habríamos podido hablar y arreglar nuestras diferencias. Pero, claro, ¿qué sabrá ella sobre la comunicación? Si era la primera vez que hablaba.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Entrar en razón

Por favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría tan poco, Dios mío, concédeme esa pequeñez... Que me telefonee ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor, te lo ruego.

¿Cómo iba a saber yo que se iba a poner así? Sólo por insinuarle que merece un trabajo mejor. Cómo se ha puesto. Que nunca llegará a ser lo que espero de él, eso me ha dicho. Después de tanto sacrificio, Señor, después de treintaiun años dedicada sólo a él, desde que murió Antonio, que lo tengas en tu Gloria, él se contenta con ese trabajillo de comercial en una empresa de pacotilla. No se da cuenta de que él vale para mucho más, que tiene que apuntar alto y no conformarse con ser uno más del montón. Para eso me he dejado yo la vida trabajando en el hospital, porque, si no fuera por él, anda que no me hubiera quedado yo en mi casa con mi pensión. Pero no, yo quería que se educara en los mejores colegios y que sus amigos no fueran chusma, sino gente de bien, a ver si algo se le pegaba. Pero claro, él se juntaba con lo peorcito del barrio. Y así ha salido.

Pero no me lo tengas en cuenta, Señor, esto que digo es porque estoy enfadada. Yo sé que él es un chico bueno y comprensivo y sé que si Tú me haces esa gracia, si Tú haces que me llame ahora mismo, me darás la sabiduría para hacerle recapacitar. Es la primera vez que se va así, dejándome con la palabra en la boca. Dios mío, haz que me llame, yo sabré cómo hacer que cambie de opinión.

Ya lo hice cuando, con diez años, venía con aquel niño, ¿cómo se llamaba el infeliz? Gerardo. El hijo del cosario, ni más ni menos. Tenía una cara de desdichado, delgadito, callado, muy poca cosa. Se ponían a jugar los dos en la sala y ni se les oía. El niño aquel estaba esperando nada más a que le diera la merienda, a saber qué le daban en su casa, porque cuando veía el jamón serrano dejaba los juguetes a un lado y se lanzaba a comerse el bocadillo como un desgraciado, con esas uñas negras que ganas me daban de restregarle las manos con el cepillo. No me gustaba nada que viniera a casa con él.

Pero entonces fue fácil. Alberto lo pasó mal el día de su cumpleaños cuando vio que su amigo Gerardo no vino a la fiesta, pero se le pasó enseguida. Los niños son así. Preguntó por él un par de veces y luego con los regalos, la tarta y todo lo demás se olvidó. Yo sólo quería que mi Alberto se relacionara con lo mejorcito del pueblo, para que desde pequeño supiera desenvolverse en ese mundo al que estaba destinado. Allí estaban los niños que le convenían, como Ricardito, el hijo de Don Ricardo, el dueño de Las Tablas, la finca más importante del pueblo. Nada menos que un reloj le trajo de regalo. Qué iba a saber yo de lo que pasaría después. Los llamé yo misma uno por uno, le dije a Alberto que esa era la forma elegante de invitarlos, no a gritos en el recreo del colegio. Puse la casa como un palacio, llena de globos y de guirnaldas. Y mi niño vestido con su rebeca azul hecha a mano que me costó un ojo de la cara, su camisita y sus bermudas corinto. Estaba precioso.

No estarás castigándome por aquella mentira piadosa, ¿no, Dios mío? Ay, Señor, perdona que te hable así, no sé ni lo que me digo, es que estoy destrozada, el niño se ha ido y el teléfono sigue sin sonar. Es verdad, al día siguiente del cumpleaños, cuando Alberto me acusó de no haber invitado a Gerardo, le dije que aquel pobre niño no habría querido venir porque seguramente sus padres no tendrían dinero para comprar un regalo y que lo perdonara por haber mentido porque a los pobres no hay que tenerles en cuenta esas cosas. Dios mío, tú sabes que no estoy orgullosa de la forma en que lo hice, pero en aquel momento Alberto estaba embelesado con el niño mugriento ese, parecía que no hubiera otro en el mundo, y no se me ocurrió otra manera de apartarlo de ese peligro. Porque era un peligro. A saber dónde habrá acabado. Que no le deseo ningún mal, Señor; pero mi niño no era de esa clase y sólo le habría traido disgustos. Yo ya me confesé de ese pecadillo con Don Antonio. Dios mío, Tú sabes que todo lo que he hecho en esta vida ha sido por mi Alberto. Y míralo ahora, mira cómo me paga todos los sacrificios. Ni imaginarse puede todo lo que he tenido que luchar por él. Por favor, te ruego que lo hagas recapacitar y que me llame, que suene el teléfono ahora mismo.

Perdóname Dios mío por esta rabia que tengo, pero entiéndeme, yo soy su madre. ¿Tú crees que tiene que pagarme con esta moneda después de todo lo que he hecho por él? El mejor colegio del pueblo, cumpleaños por todo lo alto, los meses en Inglaterra para que aprendiera inglés con el dichoso Ricardito, la profesora particular para que lo ayudara con las Matemáticas, porque todo lo demás ya me lo estudiaba yo con él hasta la hora que fuera. Todo sacado de mi trabajo y la pensión de Antonio, ahorrando peseta a peseta, privándome de vestidos o caprichos, que ni uno me he dado para que a él no le faltara de nada y pudiera estar al nivel de sus amigos, haciendo horas extra en el hospital, para poder irnos de vacaciones a la costa y que alternara con su pandilla. Allí donde iba estaba yo como una sombra, discreta pero atenta a todo lo que le ocurriera.

Que hasta los padres de sus amigos me lo reconocen. Me los encuentro por la calle y me dicen: “Hay que ver, Angustias, lo que tú has hecho por tu hijo”. “Nada que no corresponda a una madre”, contesto yo con modestia, porque no quiero echarme ni una flor, que todas se las lleve el niño, ese que se ha ido dando un portazo.

Esto que te pido no es nada para ti, Dios mío, y yo sé que Tú lo puedes todo, porque me lo has demostrado más de una vez. Como cuando el verano antes de empezar a estudiar Empresariales en la ciudad me dijo que no quería irse a la costa porque prefería pasar las vacaciones en el pueblo con María. Me acuerdo y se me ponen los pelos de punta. Aquella lo que quería era enredar a mi Alberto, no hizo más que llamarlo durante todo el curso. Yo le preguntaba sin darle importancia si le gustaba, para poner freno a aquello en cuanto pudiera. Y él que no, que sólo eran amigos. Fue la única vez que me despisté, porque ella estaba en la pandilla, iban todos juntos, y yo pensaba que él había madurado y era consciente de que aquella niña no le convenía.

Me lo soltó de sopetón, con esa cara de inocente que casi me hace llorar. Porque lo vi, estaba dominado por la muchacha aquella, la hija del profesor de Ciencias, que era una espabilada. En cuanto llegó al pueblo hacía dos años me di cuenta de cómo se las gastaba la niña. No tenía vergüenza. Un domingo me los encontré por la calle, estaban con otros amigos, y cuando le recordé a Alberto que teníamos que ir a misa de siete, va la fresca y me suelta: “Angustias, que Alberto ya es mayorcito”. Le sonreí y, con toda la educación y tranquilidad posible, le dije: “Por eso, como ya es mayorcito puede llevar a su madre a misa y darle un capricho una vez a la semana, ¿verdad, cariño?” Alberto asintió y María se puso roja. Mejor una vez colorada que cien amarillas. Pero ni así se dió cuenta mi hijo de cómo era la desvergonzada y allí estaba diciéndome con toda su inocencia que prefería no ir a la playa. Y no fuimos, Señor, ya sabes todo lo que sufrí con aquello, que hasta te hice la promesa de salir en procesión el Jueves Santo si lo hacías entrar en razón. Un año estuvo estudiando en la ciudad y viniendo cada fin de semana a verla a ella. Y yo tragando como podía, porque ya él me había dejado claro que estaba enamorado y que yo no sabía cómo era María. Claro que lo sabía, mejor que él. Pero también sabía cómo son esas cosas y que aquella vez no sería tan fácil como con Gerardo. Así que durante aquel año tragué quina y tenía a María hasta en la sopa. Intentaba hacerle ver a Alberto cómo era ella, pero sin que se volviera en mi contra, con discrección. “María, hija, qué falda más bonita llevas; pero ¿no te queda un poco corta?” Y Alberto, aunque no lo dijera, pensaba lo mismo que yo, porque en el fondo él sabía distinguir la elegancia de la chabacanería. O les comentaba: “Me encontré a Laura, la hermana de Ricardito, que el año que viene empieza Derecho. Mira que es lista esa niña. Y educada. Cuando me ve me echa unos piropos... Y siempre me pregunta por ti, Alberto.” Los domingos, cuando lo acompañaba a la estación para que cogiera el tren de vuelta a la ciudad, le repetía que era el momento de centrarse en sus estudios y de conocer a gente, que las relaciones que hiciera entonces le iban a servir toda la vida y que ya no quedaban en el pueblo más que los viejos como yo y los jóvenes que no aspiraban a nada en la vida.

Dios mío, y así día tras día, semana tras semana, esperando hasta que llegó el momento en que Tú quisiste hacerme ese favor. El verano siguiente, en cuanto Alberto me dijo que se había enfadado con María, le tuve que decir que esa niña no era para él, que si no se daba cuenta de cómo me trataba, con esa distancia y ese descaro, ni una sola vez había venido a verme mientras él estaba estudiando. Él se merecía una chica como Laura, educada y cariñosa. Alberto me miró con esos ojos de cordero degollado, llenos de lágrimas. “No llores por ella, por Dios, hijo, ¿no ves que es una lagarta”. Y aún así él todavía me pidió que no dijera esas cosas de María, hasta que exploté y la que empezó a llorar fui yo, diciéndole: “¿No ves que no valora el sacrificio que haces por ella viniéndote todos los fines de semana? Con todo lo que podrías estar disfrutando en la ciudad y las chicas a la que podrías conocer” Mi hijo me abrazó, Dios mío, lo llené de besos, Tú te acordarás. Y ahí acabó todo el tema de María, toda mi preocupación.

Ay, Señor, pero así estamos otra vez. Cuánto sufrimiento para lo poco que te pido. Yo creía que me habías premiado mi sacrificio haciendo que Alberto y Laura se enamoraran. Y te lo agradezco, Dios mío, mil veces al día desde entonces, porque todo vino rodado y para mí era la recompensa a mis noches en vela, rezando para que todo le fuera bien al niño.

Sé que has hecho mucho por nosotros, desde que se casaron y Alberto empezó a trabajar con Don Ricardo en Las Tablas, llevándole la finca. Nunca me había sentido tan orgullosa de él, olvidé que esta vida es un valle de lágrimas. Ay, Señor, cuando entré en San Bartolomé del brazo de mi hijo, me parecía ir flotando de satisfacción. En ese momento no me dolían las manos de poner inyecciones, ni la espalda de asistir a las parturientas. Me sentía como una reina, del brazo de Alberto, vestido con su chaqué nuevo y yo con mi mantilla de Chantilly.

Mira que les he insistido para que tuvieran hijos, pero Tú no has querido dárselos. Yo te lo respeto, Señor, Tú sabes los planes que tienes para ellos. Pero no me dirás que eso no influyó para que, cuando murió Don Ricardo, que en tu Gloria lo tengas, el sinvergüenza de Ricardito le dijera a mi Alberto que tenía otros planes para Las Tablas y que se fuera buscando otro trabajo. Todo porque Don Ricardo, que era tan buena persona como infeliz, dejó en el testamento Las Tablas para su hijo y la casa palacio para Laura. ¿Me quieres decir qué hacemos nosotros con ese caserón si Alberto no tiene trabajo con el que mantenerlo?

Desde entonces, Dios mío, y de eso hace ya dos meses, te estoy pidiendo que el niño se decida a vender la casa palacio y comprar unas buenas tierras. Tú sabes que aquí si no tienes tierra no eres nadie. Y además, después de lo que ha pasado, tendría que montar su propia finca e ir con la cabeza bien alta por el pueblo, que nadie diga que Ricardito lo ha achantado.

Pues nada, ahora me viene con la sorpresa, otra vez con esa mirada inocente lleno de entusiasmo, a decirme que por fin ha encontrado un buen trabajo. ¿Buen trabajo? ¿Qué necesidad tiene de ponerse de comercial en una empresa que nadie conoce y trasladarse a vivir a la ciudad? Con lo bien que estaríamos aquí los tres.

Y todo esto, Señor, Tú lo has visto, se lo he explicado tranquila, sin alterarme. Que la casa no es de él, sino de Laura, me dice. ¿Y no es eso lo mismo? ¿No es ella su mujer? Y que siempre había querido trabajar en una empresa. Yo también he querido toda mi vida estar tranquila en mi casa sin trabajar; pero esa es la diferencia: mirar por los demás o mirar sólo por uno. Y este, Dios mío, sólo mira por él, ya ves cómo me agradece tanto sacrificio.

Pero no queda ahí la cosa, me trago mis palabras y le digo: “Hijo mío, si quieres trabajar en una empresa, tú sabrás por qué, que yo no lo entiendo; pero, si quieres, espérate a que te contraten de directivo en alguna importante. ¿Te vas a rebajar yendo de puerta en puerta de comercial? Alberto, tú no estás hecho para eso”.

¿Es para tanto? ¿Acaso lo he insultado, Dios mío, para que se pusiera así? Te lo ruego, te lo pido de rodillas, Señor, haz que me llame. Sólo que me llame, Dios mío, que suene ahora mismo el teléfono, que yo sabré cómo hacerlo entrar en razón.

Nota: Ejercicio del curso de Relato Avanzado del Curso de Escritura. La propuesta consistía en construir un relato a partir del primer párrafo.