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La nueva profesora, Adela, se presentó. Era una chica joven y sonriente, de andar pausado y gesto cándido, a quién acompañaba su hija Laurita, quién sería nueva compañera de clase de los niños de la Catequesis.
Teo se quedó embobado mirando a la niña de ojos chispeantes como el Peta Zeta y cara suave y sonrosada como las esponjitas de azúcar. Llevaba dos lazos azules bien anudados a sus coletas castañas, a juego con los calcetines y con los dibujitos de globos celestes sobre su vestido blanco, resplandeciente como un regalo de Reyes sin abrir.
Se acercó a ella como hipnotizado por la delicadeza de la cría y se quedó mirándola, sin saber qué decir.
- Yo voy al Virgen de Belén, ¿y tú a qué Colegio vas? – preguntó Laurita a Teo.
- A la Safa – respondió él, metiéndose las manos en los bolsillos, con la vista puesta en los dedos de barquillo de la niña.
- Ah, como mi hermano. Él es más pequeño, va a Primero. Todos los niños de la Safa tienen gusanos de seda, ¿tú también? A mi me dan mucho asco – afirmó Laurita, frunciendo el ceño mientras se sentaba resuelta en uno de los bancos.
- Sí, tengo catorce, pero no hacen nada, sólo comen hojas de morera – dijo Teo, satisfecho de no sentir asco de los gusanos.– Si quieres vienes a mi casa y te los enseño.
- Bueno, se lo preguntaré a mi madre – respondió Laurita.
En ese momento, Adela hizo callar a los niños para empezar la clase. Los llevó a una de las capillas laterales y los hizo sentarse en los pupitres desparejados, colocados allí para los días de Catequesis. Teo no se separó de la nueva compañera y se sentó a su lado. Durante toda la hora, estuvo observando a la niña, balanceaba los pies y comparaba sus botas sucias de cordones con los zapatitos azules relucientes de ella, la veía levantar la mano para responder a las preguntas de Adela y miraba admirado el libro forrado y el orden exquisito de su estuche, en contraste con sus propios lápices rayados de puntas gastadas. De vez en cuando, ella volvía la cara y le sonreía. Teo se estuvo preguntando todo el rato si la catequista daría permiso a Laurita para ir con él a su casa a ver los gusanos de seda y pensaba que si la niña sentía asco, él cerraría la caja muy rápido para que ella no tuviera miedo.
Al final de la clase, Adela propuso a los niños rezar un Padrenuestro y que cada uno hiciera una petición al Señor, porque Dios siempre escuchaba a quienes le rogaban con devoción. Cada uno de ellos fue recitando en voz alta su plegaria, por los niños pobres, por el abuelo enfermo, por que lloviera y se acabara la sequía... hasta que llegó el turno de Teo. Entonces, él puso su mirada grande de caramelo en la profesora y dijo: “Señor, te pido que la señorita Adela deje a Laurita ir a mi casa a ver los gusanos de seda”. Todos los niños se echaron a reir, excepto la niña, que regaló a Teo una sonrisa de gominola y después clavó sus ojos en los de su madre, esperando una respuesta divina. La catequista puso silencio como pudo, tratando de reprimir la risa que le había provocado la ocurrencia del niño y explicó con sencillez que Teo hacía muy bien en pedir algo que él quería de verdad y que el Señor escuchaba todo lo que uno le decía. Era la hora de salir y mientras los niños salían tan alborotados como había entrado, les mandó que se estudiaran los Mandamientos para el próximo día. Teo se levantó y permaneció con los codos sobre el pupitre, aguantando su cabeza con las manos, mirando cómo la niña ordenaba por colores sus lápices en el estuche.
- Señorita, ¿puede venir Laurita a mi casa? – pidió el niño a la catequista.
- Sí, mamá, ¿puedo ir? – insistió la niña.
- Bueno – dijo Adela, poniendo los pupitres en orden – hoy no, que ya es muy tarde. Otro día te llevo a casa de Teo, si su mamá quiere, ¿vale? Niños, voy a despedirme de Don Mariano y nos vamos, ¿eh? Que tenemos que recoger a tu hermano a casa de la abuela – añadió saliendo de la capilla.
Teo y Laurita se quedaron solos un momento, mientras la profesora volvía de la sacristía. El niño se acordó de todas las veces que sus amigos habían estado jugando en su casa y de los bollitos de leche que su madre preparaba con mermelada de fresa, porque sabía que era su merienda preferida.
- Seguro que mi madre quiere que vengas a mi casa – dijo Teo, rascándose una postilla que tenía en la rodilla.
- ¡Qué bien! – respondió Laurita. - ¿Qué te ha pasado? – preguntó, señalando la pierna del niño.
- Me caí de la bici – respondió Teo, enmarcando la costra con sus dedos.
Adela volvió y los tres salieron de la Iglesia mientras Teo explicaba a la niña cómo se había hecho la herida. Era casi de noche y, de pronto, Laurita exclamó: “Mira mamá, la luna, ¡está llena! Qué bonita.” Los tres se quedaron un segundo mirando al cielo y, al fin, la mujer acarició la cabeza del chiquillo y los tres se despidieron.
Aquella noche, mientras leía el periódico, Marcos vio por el rabillo del ojo a su hijo Teo entrar en la salita cabizbajo. No le hizo demasiado caso, pensó que estaría aburrido, aunque era bastante inusual en el niño andar silencioso arrastrando los pies. Oía desde la salita el ruido de platos y la conversación lejana que mantenía su mujer con sus otros dos hijos en la cocina. Era la hora de la cena. Teo atravesó la habitación, abrió un poco la cortina del balcón y se quedó parado con la nariz pegada al cristal de la puerta, mirando hacia la calle.
- ¿Qué pasa, Teo? – preguntó al niño, con curiosidad.
- Nada. Estoy viendo la luna – respondió el niño, melancólico.
- Ah, ¿sí? ¿Ya ha salido la luna? – A Marcos le sorprendió el tono de la respuesta del niño y se preguntó si Teo tendría algún problema.
- Sí, mira qué bonita está – dijo su hijo señalando con el dedo hacia el cielo.
Marcos se levantó y se acercó a la ventana. Acarició el pelo de Teo y se quedaron los dos mirando la luna llena hasta que oyeron al resto de la familia llamarlos para cenar.
2 comentarios:
Chispeantes como el peta zeta. Me encanta. Un abrazo. :)
Gracias, Álvaro. Un beso fuerte!
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