lunes, 11 de febrero de 2008
Toscana
Hay días que transcurren vacíos, que no aportan nada. Días que podrían no haber pasado o en los que me siento como si estuviera en una sala de espera, en la que no hay nada más que hacer que aguardar el momento en el que a uno le toca el turno de actuar. Mientras tanto, voy sirviendo cafés, cruzando unas palabras con los clientes, escuchando las quejas continuas de Eduardo porque su equipo ha perdido el último partido o porque el Ayuntamiento ha convertido en zona azul las calles de su barrio.
Hace tres años que llevo el bar de mi padre, llegué a un acuerdo con él cuando decidió retirarse y volverse al pueblo, con la idea de estudiar en los ratos libres hasta sacarme las Oposiciones de Geografía e Historia y después traspasar el local. Desde entonces, mis apuntes descansan en un cajón que hay detrás de la barra, sólo el primero de estos tres años me tomé en serio el estudio y logré dedicarle tiempo. Después, apareció Clara.
El bar estaba vacío, era una de esas horas muertas entre el desayuno y el aperitivo que yo solía dedicar a estudiar. Estaba sentado frente a la puerta, con la Civilización Grecolatina sobre la mesa, cuando la vi entrar y sentarse en un taburete. Yo me levanté para atenderla y, mientras recorría el pequeño espacio hasta llegar a la barra, la observé rebuscando algo en el bolso. Llevaba una falda larga negra, un jersey de cuello vuelto de muchos colores y el pelo rubio recogido con una pinza a la altura de la nuca que le daba un aire desaliñado.
- ¿Qué te pongo? – le pregunté.
- Un café con leche muy caliente, que hace mucho frío – pidió ella, mientras seguía buscando algo en su bolso. - Oye, perdona, ¿no tendrás un cigarro? Es que me los he dejado en casa – añadió.
- Sí, toma – respondí yo, poniendo mi paquete de tabaco sobre la barra –, coge.
- ¿Estabas estudiando? – preguntó ella encendiendo uno.
- Sí, intentándolo. Quiero sacarme las Oposiciones de Geografía e Historia – le expliqué, adelantando una respuesta a una pregunta probable.
- Ah, muy bien, pues mucho ánimo. Yo a veces me planteo volver a estudiar, pero se me pasa enseguida – dijo.
Y nos reimos los dos.
- ¿Y a qué te dedicas? – dije, y me sorprendí a mí mismo, ya que no solía preguntar a los clientes desconocidos algo que quizás a ellos no les apetecía explicarme. Para romper el hielo ya estaba el tema del tiempo.
- Soy pintora – respondió ella sonriendo.
Entonces entró Eduardo, más pronto que de costumbre, a tomarse la cerveza de todos los días, vestido con su mono blanco de pintor, cubierto de manchitas multicolores que se iban acumulando a pesar de los lavados. Yo me sentí decepcionado, casi rabioso, porque con su aparición acabó la conversación tranquila que estaba teniendo con aquella chica tan agradable y porque me había quedado con ganas de saber algo más de ella.
- Hay que ver cómo está el tráfico hoy, caen cuatro gotas y todos a conducir como berracos. Me quedan dos días para volverme al pueblo, Fidel, te lo juro, dos días. En cuanto mi chico acabe el colegio, me lío la manta a la cabeza y me voy – empezó a relatar Eduardo sentándose en un taburete -. Ponme una caña, anda.
- Hoy vienes más temprano – le dije todavía rencoroso por su irrupción repentina.
- Sí, tenía que pintar un patio, pero con la lluvia de esta mañana he tenido que dejarlo para otro día. Me cago en la mar, a ver cuándo voy a encontrar tiempo para hacer ese trabajo.
- Te cojo otro cigarro, Fidel – dijo de pronto Clara.
- Claro, coge los que quieras – respondí yo, observando cómo Eduardo miraba a la chica de arriba abajo.
- Hombre Fidel, pues ya que estás hoy generoso dame otro a mi – dijo Eduardo, acercándose a la chica para coger el paquete de tabaco. - Claro que yo soy más feo que esta señorita – añadió giñándome. Y a mí me molestó la forma en la que dijo aquellas palabras que me sonaron a intromisión. - ¿Ha visto cómo está el tráfico? – preguntó Eduardo a la chica mientras encendía uno de mis cigarrillos.
- No, la verdad, porque vivo aquí al lado y he venido andando – respondió ella.
- Ah, ¿sí? Pues no te he visto nunca por aquí, y eso que vengo todas las mañanas – dijo Eduardo, curioso.
- Sí, me mudé hace dos días – respondió Clara, a quién parecía que no le molestaban las preguntas del pintor. Desde luego no tanto como a mí.
Fue así, gracias a Eduardo, como me enteré de que se llamaba Clara, que había estudiado Bellas Artes y que se acababa de instalar en casa de una amiga, también pintora, quien tenía un puesto callejero de cuadros en la Plaça del Pi, que ahora compartían.
Desde aquel día, Clara pasaba por el bar cada mañana cargada con un carrito de llevar maletas, donde trasladaba sus pinturas desde su casa hasta la Plaça del Pi. Uno de aquellos cuadros era su favorito, Toscana, lo llamaba, unos tejados rojos entre los que sobresalía una torre cuadrada con una veleta y al fondo un paisaje de montes bajos con árboles pequeños y caminitos que se perdían en un horizonte que esperaba la llegada de la noche, una tarde ya sin sol. Y decía que cuando lo vendiera su vida cambiaría. Lo había pintado después de pasar unos días en Florencia. Me contó que había recorrido Italia con unos amigos en una furgoneta, después de acabar la carrera. No tenían apenas dinero, pero en cada lugar donde paraban montaban un tenderete de pinturas, pulseras, collares y bolsos que ellos mismos confeccionaban. Y que así iban tirando y alargando el recorrido lo más que podían.
Cada vez que me hablaba de aquel viaje, era como si se trasladara toda ella a aquellos lugares, su vista se perdía en la máquina de café del bar y hablaba sin mirarme, como si tuviera delante una pantalla en la que contemplara la película que me estaba narrando, una película que no tenía final, porque Clara evitaba explicármelo o porque quizás no quería recordarlo, aunque yo percibía que el desenlace de aquella historia era precisamente lo que teñía su voz de melancolía y nublaba sus ojos azules, habitualmente vivos y brillantes.
Tanto me habló de su Toscana y de los días que pasó en Italia, que me convenció de que cuando lo vendiera su vida cambiaría. Y yo tenía miedo de que llegara aquel día, porque sabía que, entonces, yo volvería a mi sala de espera particular, en la que sólo tenía unos apuntes de Geografía e Historia con los que entretener el tiempo vacío en el que ella ya no estaría. Así que cuando aparecía por el bar cargada con su carrito, a menudo sola, otras veces acompañada por su amiga y compañera de piso, buscaba entre todos los lienzos y láminas el Toscana, y suspiraba de alivio al verlo todavía allí, el más grande de todos, con los bordes gastados y dos vidas pendientes de su destino.
Clara me preguntaba a menudo por mis estudios y me animaba a no dejarlo, porque yo le había contado que nunca había tenido claro qué quería hacer con mi vida, aunque sí estaba seguro de que no quería pasármela detrás de la barra de aquel bar que había acabado con los pulmones de mi madre, quién murió de cáncer hacía años, y con la espalda y la ilusión de mi padre por volver al pueblo con su mujer, después de treinta años de trabajo juntos. Así que Clara se empeñó en hacerme estudiar, y yo a veces me sentaba en una mesa, después de cerrar, y me aprendía un par de temas, sólo para poder decirle a ella al día siguiente que estaba adelantando con el temario.
- Fidel, imagínate que tú apruebas las Oposiciones y yo vendo el Toscana el mismo día- me decía ella con frecuencia.
Y así empezaba una conversación más, a menudo interrumpida por las peticiones de los clientes, a las que ya nos habíamos acostumbrado, y conseguía atenderlos sin abandonar la conversación con ella, dejando que otras charlas aplazaran de forma momentánea la nuestra, que quedaba pendiente para el próximo ratito de tranquilidad.
Casi desde que llegó Clara, Eduardo cada día insistía en que yo estaba coladito por la chica. Yo lo negaba. Me molestaba esa expresión, “coladito”, porque trasladaba a un terreno superficial y simplón lo que yo sentía por ella. “Pero qué dices, si sólo es una cliente como tú, hombre”, le decía. Y él dale que dale, siempre con la misma cantinela, que yo no lo engañaba, que se me veía de lejos, que a ver cuándo me lanzaba. Pero para mí Clara era mucho más que alguien sobre quién “lanzarse”, era como una noche de Reyes, en la que la espera está llena de sentido, de emoción y de misterio.
Yo nunca había entendido en las películas o novelas el papel del chico que no se decide a explicarle a la protagonista que está enamorado de ella. Siempre había afirmado que, en esos casos, lo mejor es afrontar el momento lo antes posible y quitarse el peso de encima, pasara lo que pasara. Y, de hecho, esa había sido mi actitud con las mujeres que me habían atraído hasta entonces. Pero con Clara era distinto, porque yo presentía que ella sólo esperaba de mí lo que ya tenía. Yo era su tabla de salvación, aunque no supiera de qué la estaba protegiendo, a la que ella acudía siempre de buen humor, para sentirse acompañada, con ganas de verme, quizás, pero con aquella melancolía perenne que la llevaba hasta el final de su viaje por Italia, en el que pintó su cuadro favorito, haciendo imposible que pudiera verme como alguien a quién amar. Y además, aunque ella nunca me había hablado del tema, yo sabía que uno de sus compañeros de viaje, un tal Lucas, tenía mucho que ver con esa añoranza que parecía mantenerla y destruirla a la vez.
A pesar de todas nuestras conversaciones, ella nunca me explicó casi nada sobre su familia o sus amigos. Yo sólo sabía que sus padres y un hermano vivían en Cuenca y sólo conocía la existencia de una amiga, Neus, su compañera de piso, una chica alta y desgarbada, que hablaba por los codos a un ritmo frenético, a menudo para regañar a Clara por cualquier ocurrencia. Muchas tardes nos reímos a gusto los tres, por la forma en que Neus explicaba anécdotas con su acento catalán muy marcado, indicando el esfuerzo que hacía por hablar en castellano y que a Clara y a mí nos hacía mucha gracia.
- Fidel, hoy viene una mujer, se pone a mirar una marina y le dice a Clara: “¿Esto es un Sitges?”. ¡Un Sitges! Como quién dice un Gaugin, Fidel Yo me meaba. Y la Clara: “No señora, es un mar inventado”- Neus se reía ya sola, contagiándonos a nosotros la risa. - Es que es más tonta... Clara, eres más inocente. Así no se puede ir por la vida. Si la mujer quiere “un Sitges” – dijo, con retintín -, coño, Clara, le dices que sí, que es un Sitges, y la tía se lo lleva tan contenta al precio que le digas –. Pues no, Fidel, la Clara le tiene que decir la verdad, que se lo ha inventado. Y la mujer, la burra aquella, pone cara de decepción y se va diciéndole al marido: “No, Pep, que no es un Sitges”. Fidel, díselo tú, que tiene que mirar por ella y no ir tanto de buena, de tonta, porque eso ya es de tonta – me rogaba Neus, señalando a Clara.
- Llevas razón, Neus, pero es que me sorprendió la pregunta, no vi venir la intención – trataba de excusarse, entre risas, Clara.
- Mírala, mírala, Fidel, ¡le da igual! Treinta o cuarenta euros menos y aquí está muerta de risa – gritaba Neus, divertida, aunque sin entender que su amiga se riera en vez de lamentarse. Y al ver como yo también reía, añadía: - Ay, pero es que tú eres igual, Fidel, le hubieras dicho lo mismo, un empanao, eres un empanao igual que ella – y cogía una bolsa de patatas de un lado de la barra y se ponía a comer fingiéndose desesperada.
A veces Neus y Clara se sentaban en una mesa por la tarde, cuando yo tenía el bar de bote en bote. Las veía charlar hasta que, de pronto, aparecía en Clara aquella mirada perdida, al tiempo que Neus gesticulaba e inclinaba su cuerpo sobre los codos apoyados en la mesa, para acercarse a su amiga, a quién a veces acariciaba en el hombro, como intentando animarla, y al final acababa llamándome para pedirme un gin tonic. Me llegaba parte de la conversación que mantenían y que yo me esforzaba por oír. “Tú vales mucho, Clara, lo que pasa es que no te lo crees”. “Ha pasado mucho tiempo, olvídalo ya”. “Lucas siempre fue un niñato que no sabía lo que quería”.
Una noche en la que yo tenía ya la persiana del bar medio echada, entró Clara. Llevaba dos días sin verla, lo que no era extraño, ya que a veces se iba a vender sus cuadros a alguna feria artesana de algún pueblo o ciudad cercanos. Aparecía después y me explicaba dónde había estado, lo que había vendido y cómo era la gente que se había llevado sus láminas y pinturas. Esa noche venía sola. Se había puesto una falda de punto de rayas de colores y un jersey azul claro que le sentaba muy bien.
- Fidel, ¿puedo pasar? Tengo que contarte una cosa – dijo, colándose por debajo de la persiana.
- Claro, bonita. ¿Qué ha pasado? – pregunté, tratando de aparentar tranquilidad, pero con el corazón encogido, temiéndome la noticia que empezaba a intuir.
- ¡He vendido el Toscana! – gritó. Y se lanzó sobre mi para darme un abrazo, el primer abrazo que me daba y que yo, como un tonto, no supe devolverle. Me quedé allí parado, dejando que ella me rodeara con sus brazos, con los míos caídos a los lados, sosteniendo en las manos el spontex y el trapo con el que estaba limpiando las mesas.
Ella, quizás porque notó la frialdad con que recibí la noticia, se separó de mí y añadió:
- Ay, que estás a punto de cerrar, estarás muerto, Fidel, ya te lo cuento mañana.
A mi se me hizo un nudo en la garganta y me costó un mundo decirle que no, que se quedara y me lo contara todo, que había que celebrarlo, que me había pillado por sorpresa. Y mientras decía estas palabras, trataba de convencerme a mí mismo de que la noticia no tenía por qué cambiar nada y que, de hecho, aquel cuadro sólo había sido un lastre para ella, que quizás ahora había llegado mi oportunidad.
Puse dos gin tonics y nos sentamos en su mesa de siempre. Yo sonreía intentando contener una angustia que me apretaba el estómago, confundido por dos sentimientos simultáneos: el miedo a perderla y el nerviosismo de saber que había llegado el momento de explicarle lo que sentía por ella.
Mientras tanto, ella me contaba que había llegado una pareja joven al puesto y que la chica se había enamorado del Toscana, pero que él no lo tenía claro, porque era muy grande y pensaba que se “comería” la sala. Neus empezó a venderle el cuadro al chico, diciéndole que cuando lo viera colgado, con aquellos colores, le daría un ambiente acogedor a la sala, el hecho de que fuera grande no significaba nada, porque lo importante eran los tonos. Y el marco, claro, que debía ser mínimo para no robarle protagonismo a la pintura. El muchacho se iba convenciendo poco a poco, atento a las explicaciones de Neus y conmovido por la ilusión con que su novia le pedía que lo compraran, hasta que finalmente accedió. Clara asistió a la escena casi sin intervenir, escuchando cómo Neus afirmaba que su amiga era una verdadera artista y que mucha gente conocida tenía cuadros suyos en sus casas. Eso fue lo que acabó de convencer al chico, quién terminó pagando nada menos que cien euros por encima del precio aproximado que le había puesto la autora.
Nos reimos un buen rato los dos, Clara imitando el acento cerrado de Neus, la expresión de su cara, y el desparpajo con el que era capaz de inventar una historia sobre la marcha y yo imaginándome la escena.
Entonces se hizo un silencio espeso como el que precede al diagnóstico de un médico y yo traté de romperlo proponiendo un brindis.
- Por el Toscana, para que siga teniendo para sus dueños tanto significado como el que tenía para ti – dije, sorprendiéndome a mí mismo por el tono abatido con que pronuncié aquellas palabras que sonaron tristes como una despedida.
Clara brindó conmigo y enseguida ví que se llenaba de melancolía como tantas otras veces. Suspiró y dijo:
- El Toscana era yo. Bueno, la veleta, ¿te acuerdas? Esa era yo. No era consciente cuando lo pinté, pero después me dí cuenta, porque Lucas siempre me decía que yo era como una veleta.
- Lucas era tu novio, ¿no?
- Sí, me dejó cuando volvimos de Italia. Fuimos a Colliure, ¿has estado? Es un pueblo precioso – continuó sin esperar mi respuesta-, donde murió Machado, su tumba está allí. Yo estaba triste porque acabábamos el viaje y entonces Lucas me dijo que se volvía a Madrid, a trabajar en la empresa de su padre. Nunca supe cómo ni cuándo había tomado esa decisión, porque él siempre me había dicho que quería tener una vida diferente a la de su familia, que no quería tener empleados, ni juntas directivas, ni objetivos anuales diferentes a ilusiones como la de viajar a Honduras o recorrer Holanda en bicicleta. Nosotros siempre decíamos que viviríamos de otra manera. Yo lo pensaba de verdad. Ahora ya no sé si se puede vivir como soñábamos entonces.
Yo tampoco lo sabía, ni se me ocurría nada que decir, algo que sacara a Clara de su ensimismamiento o que calmara mi ansiedad, que iba creciendo con sus palabras de derrota, como si hubiera abandonado algo en lo que creyó durante mucho tiempo. Mi nudo en el estómago crecía con el paso de los segundos que tenía de plazo para explicarle lo importante que había sido y que era para mí tenerla cerca, que al fin había dejado de tener días vacíos como antes, horas muertas de sala de espera, de esas que transcurren sin aportar nada.
La melancolía se disipó de pronto y los ojos de Clara volvieron a ser vivos y brillantes, porque ella recordó algo.
- Al final me ha dado hasta pena vender el Toscana –dijo-, aunque yo estaba convencida de que cuando lo vendiera cambiaría todo; pero ha sido al revés. Cuando mi vida ha cambiado, lo he vendido.
Me miró sonriendo, como guardándose una sorpresa final. Y yo interpreté sus palabras como si las hubiera pronunciado yo mismo, como si yo fuera el protagonista del cambio del que hablaba ella. Así que le sonreí y estaba dispuesto a decirle que ella también había transformado mi vida, cuando oí, hipnotizado por la intensidad de mi respiración, las palabras que me trasladaron, de nuevo, a la sala de espera.
- El sábado me traslado a Málaga. Una amiga me ha conseguido un trabajo precioso, Fidel, para pintar murales en bares y locales y sitios así modernos. Dice que por lo menos tengo para dos años. Y además puedo seguir vendiendo mis cuadros, porque allí hay mucho mercado tanto en verano como en invierno – explicó ella fijando sus ojos brillantes en mí, dejándose llevar por una ilusión que emanaba de su cuerpo, recorría el espacio que nos separaba y se transformaba en añoranza al entrar en contacto con mi atmósfera.
Hace ya siete meses que Clara se fue. Neus pasa por el bar de vez en cuando y me explica que le va muy bien, que está contenta, y que siempre le dice que me cuide y que me anime a estudiar mucho. Yo empecé a calmar la angustia de mis horas vacías estudiando y, desde entonces, no he dejado de hacerlo hasta hace unos días, cuando supe que había aprobado las Oposiciones. Ayer hice un trato con Eduardo. Se queda con el bar, porque dice que al menos así se ahorra el tráfico de cada día. Además, quiere empezar cuanto antes. Así que he decidido tomarme unas vacaciones, dejar de esperar y empezar a actuar. Me voy a Málaga, siguiendo la estela de una veleta.
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2 comentarios:
Toscana, siempre la recuerdo con una luz de tarde, un verde intenso una línea de horizonte salpicada de cipreses y un cielo intensamente azul...¡y me provoca un suspiro hondo! Supongo que para Fidel, Clara era como la personalización de ese paisaje, que siempre se recuerda y al que se tiende a volver...
Muy bonita historia,Gloria.
Gracias, chus, me alegra saber que esta historia ha despertado tus recuerdos de Toscana.
Un abrazo.
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