Estoy harta de la psicoanalista. Siempre acertada, siempre sonriente, siempre segura de sí misma. Con sus respuestas para todo, sus preguntas inquietantes, su tranquilidad, su voz pausada y paciente, inalterable, distante.
Me siento delante de ella cansada del día de trabajo y ella siempre se las arregla para que la pereza salga volando por la ventana y con sus palabras diligentes consigue sacar de mi desfallecida boca las palabras que repiquetean dentro de mi cabeza. Y no sólo eso. Ella quiere saber exactamente qué estoy pensando, aunque yo ya me haya rendido a la evidencia de que no hay nada concreto que contar. Siempre saca algo interesante, aunque lo que le cuente sea aburrido. Siempre obtiene un premio valioso, aunque yo le repita que es insignificante.
A veces llego rabiosa, cabreada, excitada, como un boxeador después de un combate. Y ella me espera con su ducha caliente y apacible de palabras, me hace sentarme en su sauna de sugerencias y me hace el tratamiento de porqués. Al cabo de una hora exacta, salgo de allí radiante de razones y cargadas de consejos para combatir a mi jefe o eliminar los síntomas que me produce la enfermedad del cabrón del trabajo que me hace la vida imposible.
Los días que me abre la puerta y los ríos de lágrimas traidoras se agolpan en mis ojos, me hace esperar unos segundos en la entrada de la consulta mientras prepara los utensilios de consuelo y las palabras que lobotomizan mi tristeza. Me extrae el llanto cuidando de que no se derrame más que en los pañuelitos de papel que ella misma me proporciona y en una operación aséptica salgo de allí sin rastro de lamentos.
Incluso cuando llego sedienta de afecto, con la soledad rebosando todos los poros de mi cuerpo y la piel muerta de inanición de caricias, ella me presta solícita sus brazos y su pecho, me rodea con ellos, me enseña benévola la receta de un buen abrazo, sin mover los brazos, sin acariciar la espalda, sólo transmitiendo el calor del cuerpo, sintiendo la energía del otro, todo el tiempo que haga falta, un tiempo que a mi siempre me sorprende preguntándome inquieta qué se supone que debo hacer o decir después del abrazo.
Estoy harta de su perfección, de sus libretas de notas, de que se acuerde de todo, de su bondad y su generosidad. Después de cuatro años, quiero verla perder la cabeza, que se ría a carcajadas, que llore conmigo, que me diga de una vez que no tengo arreglo y que me grite y me diga que soy una pesada y que está harta ella también de mi. Quiero preguntarle cuántas veces se siente rechazada o que me explique alguna vez que le haya podido la rabia y haya escupido insultos contra alguien. Que se pregunte cómo se puede vivir sin la persona que te ha abandonado y quiera morirse de tristeza, que eche pestes de su compañera de consulta y me diga que la muy cabrona jamás repone el papel de báter, que me de alguna muestra de que es humana. Sólo con que un día me dijera que le duele la cabeza o que está muerta de hambre, me conformaría. No es mucho pedir. Un signo de humanidad después de cuatro años es lo mínimo que se puede pedir a quien le has confiado hasta lo más recóndito de tu alma. De hoy no pasa que se lo exija. Claro que, después, igual me toca terapia de choque.