martes, 22 de mayo de 2007

Despertar

© edward hopper

Abro los ojos antes de que suene el despertador. La luz suave de la mañana entra por las cuatro ventanas de mi cuarto, una en cada pared. Las persianas de librillo de madera clara tiñen de ocre los reflejos metálicos del día justo antes del amanecer. Me revuelvo en la cama, el camisón se ha enredado en mi cintura durante la noche y siento en mis piernas el contacto de melocotón de las sábanas de hilo, más frecas en el lado izquierdo, donde ya no duerme nadie.

Entretengo la espera del primer rayo de luz roja que indica la salida del sol escuchando el rumor de la mañana, el murmullo lejano de algunos coches en la calle, una sirena perdida en medio de la ciudad, el graznido de una gaviota que sobrevuela mi terraza.

Me incorporo un poco y abro la ventana que está justo encima de mi cabeza, subo la persiana y veo los tejados de las casas de alrededor; y al fondo, en el horizonte de azoteas y antenas, me sobrecoje la imagen del sol, una rayita roja que va creciendo, imprimiendo los edificios, el cielo, el reflejo de mis ojos, del color hipnotizante del amanecer. Un color que entra por mi nariz, llena mis pulmones y explota en forma de suspiro vaciándome de intenciones, dejando todo el sitio dentro de mi para ubicar la nostalgia de ese mismo momento de un día cualquiera hace mucho tiempo, en el que no era la luz la que me despertaba, sino el olor a café recién hecho, cuando los músculos de mi cuerpo se mecían en las olas de la calma, apenas interrumpida por un tintineo de platos lejanos, sugiriéndome que quien dormía a mi izquierda me estaba preparando el desayuno.

Resignada me abandono a la añoranza y por unos segundos, mientras me levanto y apago el despertador programado para sonar un poco más tarde, me permito recordar aquellas otras mañanas placenteras, las pocas en las que bajé las escaleras y entré en la cocina con el ánimo rebosante de palabras de amor, sin sombra de dudas ni de desasosiego.

Pero los pies descalzos sobre el suelo frío de la habitación aluden a la trampa de mi memoria, empeñada en instalarse en esas pocas mañanas dulces de primavera, evitando el recuerdo de todas las otras mañanas de invierno helado, en las que los platos acababan rotos en el suelo y el sonido armonioso del amanecer se atravesaba de gritos malpensados con los que quien dormía conmigo me reprochaba un saludo amable al portero, la llamada de un compañero de trabajo, o la minifalda de puta que pensaba ponerme aquella noche.

Salgo a la terraza e inspiro el olor a mar y a los jazmines que compré hace unos días para celebrar que al fin volvía a dormir sola, con la esperanza de que esa fragancia me invada por completo, aniquilando todo rastro del hedor ácido que provoca la culpa y de la empalagoso bálsamo que promete el perdón.

Entonces descubro que la primavera ha llegado a mi pequeño naranjo, del que asoman diminutos capullitos de azahar recordándome el aroma de mi tierra lejana, y una idea traviesa llama a mi puerta para sorprenderme sonriendo con un esbozo debajo del brazo de mis próximas vacaciones, en las que ya me veo reencontrándome con mis viejos amigos en las butacas de mimbre del casino de mi pueblo, entre tintos de verano y tapas de patatas al bastón que no he vuelto a probar desde que empecé a compartir mi cama, hace ya demasiado tiempo.

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