viernes, 16 de noviembre de 2007

La semilla de una obsesión


Mi madre siempre decía que yo había salido al tío Miguel. Él era el hermano mayor de mi abuela. Era un hombre guapo, alto y fuerte. Siempre estaba rodeado de hijos o de amigos, era un hombre muy sociable, que se paraba a hablar con cualquiera. Llamaba la atención porque por aquel tiempo cada uno tenía su sitio en la sociedad. Los ricos eran ricos y los pobres eran pobres y nadie se atrevía a salir de ahí. Sin embargo, él no le daba mayor importancia a ese hecho y lo mismo conversaba sobre el tiempo y las mujeres con algún jornalero, que hablaba con el Marqués de la Gomera de la insondable belleza del San Jerónimo de Ribera que se salvó de la quema antes de la guerra y que se conservaba en la Iglesia Mayor.

A mi me gustaba que me comparasen con el tío Miguel, a quién yo admiraba por todas las aventuras que había vivido y que mi madre me había contado. Yo soñaba con seguir sus pasos y descubrir con mi pandilla del colegio alguna cueva, como la que el tío encontró una vez en la Serranía de Ronda. Mi madre me lo había explicado más de cien veces, pero yo no me cansaba de escucharla y le preguntaba tantos detalles que creo que al final ella acabó inventando la mitad de la historia.

En opinión de mi madre, el tío había sido un poco irresponsable. Aunque la abuela y sus hermanas ya estaban acostumbradas a sus excentricidades, en aquella ocasión le advirtieron que no tenía por qué arrastrar en sus andanzas a sus hermanos más pequeños, los tíos Isidoro y Jacinto, a los que el tío Miguel adoraba y siempre que podía llevaba consigo en todos sus viajes. Y, sobre todo, le recordaron que tenía que cuidar a su mujer, la tía Amelia, y a sus hijos, que ya no era un chiquillo y que tenía responsabilidades familiares. Mi tío abuelo respondió riendo que sólo se trataba de una excursión y que por la noche estaría de vuelta como siempre.Y añadió que se llevaría a sus hijos a la Sierra si tuvieran edad suficiente, porque el amor por la Naturaleza y el deseo de conocerla eran virtudes que pensaba transmitirles, ya que eran una ventana abierta a la contemplación de la belleza del mundo, que estaba ya bastante lleno de pobreza y sufrimiento.

Así que el tío Miguel salió aquella madrugada con sus hermanos Isidoro y Jacinto camino del monte, a lomos de tres mulas, junto con cuatro amigos más, con la intención de estar en la cueva al amanecer. Mi abuela y la tía Amelia fueron juntas a misa por la mañana y estuvieron rezando como siempre para los hombres volvieran sanos por la noche. Sin embargo, ellos no volvieron hasta tres días después. Mi madre lo recordaba casi con la misma angustia que habían vivido la abuela y la tía Amelia, y me contaba que durante dos días ni ella, que era hija única porque la abuela no pudo tener más hijos, ni sus cuatro primos, los hijos del tío Miguel, fueron a la escuela, porque en el pueblo estuvieron cuarenta y ocho horas esperando a que la Guardia Civil encontrara despeñados a los excursionistas en la Sierra.

A mi no me interesaba nada saber lo que pasó aquellos días en el pueblo, lo que de verdad quería saber era lo que había ocurrido dentro de la cueva, así que cada vez que, durante mi infancia, me encontraba con mis tíos, les pedía que me explicaran todo lo que su padre les había contado a su vuelta. El paso de los años había transformado las emociones y ellos entonces, cuando me relataban la aventura del tío Miguel, se vanagloriaban de que su padre había encontrado un esqueleto de una chica prehistórica, que había donado al Museo de Ciencias Naturales de Madrid, y que se podían ver esos restos en el museo junto a un cartel que explicaba la hazaña de aquellos hombres que, por primera vez, atravesaron la Cueva del Pozo Negro.

Así que yo, de niña, me sentía orgullosa de ser como el tío abuelo Miguel, el primer hombre aventurero del que oí hablar y no me importaba nada que mi madre me dijera como algo negativo que había salido a él, porque a mi me parecía un hombre prodigioso y estaba decidida a vivir aventuras como las que él emprendió en su juventud. Y, para ello, lo primero que tenía que hacer era recopilar toda la información posible sobre él y sobre su vida.

Conseguí enterarme de que durante aquellos tres días en la cueva, mi tío encabezó la expedición en busca de una salida, después de desplomarse la estrecha galería por donde accedieron a la cueva. Poco después de quedarse sin agua ni comida, encontraron una amplia estancia donde hallaron el esqueleto que todavía ahora se exhibe en el Museo de Ciencias de Madrid. Mi tío, en aquel momento en el que los hombres que lo acompañaban estaban aterrados por la posibilidad de morir allí dentro, exclamó que aquel descubrimiento era una señal de que saldrían con vida, pues el mundo tenía que contemplar lo que ellos estaban viendo. Un día después, tras atravesar una galería por la que tenían que avanzar a gatas, llegaron a la que llamaron después la Sala de la Luz, que tenía una salida en el techo, a unos ocho metros del suelo, por la que pudieron ver, al fin, emocionados y exhaustos, la claridad de la mañana.

En mi búsqueda de información sobre el tío Miguel, a quién estaba decidida a emular, me encontré con un hecho que él siempre había tratado de mantener en secreto, y aunque todos en el pueblo lo sabían, nunca nadie se atrevía a hablar de eso en su presencia, ya que cuando alguno lo intentó, a él se le había transformado la cara y había gritado enfurecido que no quería hablar del tema, que era algo pasado y en el pasado debía seguir. El hecho de que el tío Miguel se enfadara era especialmente llamativo, porque era un hombre cordial y optimista que no solía enfrentarse con nadie. Aunque le gustaba charlar y discutir, siempre escuchaba los diferentes puntos de vista y respetaba cualquier opinión por lejana a la suya que fuese. Mi madre decía que el tío Miguel era un hombre de paz, porque la guerra le había hecho sufrir tanto, que pensaba que no había ideas en el mundo que merecieran tanta desolación. Por eso, a todos sobrecogía el enfado del tío Miguel y procuraban acallar los intentos de algunos de hacerle hablar sobre su secuestro.

Yo lo oí por primera vez de boca de la tía Amelia, años después de muerto el tío Miguel, en el entierro del tío Isidoro. Como pasa en todos los sepelios, la gente, especialmente los contemporáneos al difunto, suelen comentar historias de su vida, y en aquella ocasión oí a la tía Amelia decir que ya había muerto el único de la familia que sabía toda la verdad, refiriéndose a su cuñado Isidoro.

Horas después, mi madre me explicó lo que sabía, que era muy poco, y no sólo no logró colmar mi curiosidad, sino que la despertó de tal manera que, desde entonces, cuando yo tenía catorce años, descubrir lo que pasó se ha convertido en una obsesión para mi.

Mi madre tendría unos quince años cuando, un día, la tía Amelia se presentó en su casa llorando y se encerró con mi abuela en el despacho. Poco después, llegó mi abuelo, un hombre serio y ensimismado, que por aquel entonces era director de la Caja de Ahorros. Entró en el despacho con la cara desencajada y ninguno salió de allí hasta una hora después, las mujeres hechas un mar de lágrimas y mi abuelo todavía más demacrado de lo que entró. Al tío Miguel lo habían secuestrado y pedían doscientas mil pesetas, que entonces era una fortuna, por su rescate.

A la tía Amelia se lo había comunicado un muchacho delgado como un espectro, que no pasó del zaguán de su casa, le entregó un papel mugriento y salió corriendo antes de que la tía pudiera cruzar palabra con él. Ella nunca más volvió a verlo.

La tía Amelia tenía instrucciones de depositar doscientas mil pesetas en una casa abandonada camino de El Balconcillo, antes de tres días, si quería volver a ver vivo a su marido.

Tanto ella como mis abuelos, estuvieron de acuerdo en no llamar a la Guardia Civil, porque temían por la vida del tío Miguel; sin embargo, no tenían dinero suficiente para pagar el rescate y durante los dos días siguientes mi abuelo estuvo haciendo gestiones en la Caja de Ahorros para poder hacer un préstamo a la tía Amelia sin despertar sospechas. Para entonces, todo el mundo en el pueblo se había enterado de la noticia. Al final, el abuelo consiguió el préstamo y la tía Amelia lo hizo llegar con un mensajero a la casa abandonada que los secuestradores habían especificado en la nota.

Varias horas después, el tío Miguel apareció mugriento en su casa, donde se comportó como si nada hubiera pasado, para desesperación de la tía Amelia, quién jamás entendió que su marido no denunciara a quienes lo habían secuestrado, pues, según sus palabras, él sabía perfectamente quienes eran.

La que sí fue denunciada por haber pagado el rescate fue la tía Amelia, ya que toda la gente del pueblo conocía el suceso y las autoridades no podían hacer la vista gorda y hacer como si no hubiera ocurrido nada.

Ella se presentó muy digna en el juicio y a la pregunta del fiscal de por qué había pagado en vez de dejar que la Guardia Civil hiciera su trabajo, ella respondió:

- Su señoría, ¿qué hubiera querido usted que hiciera su mujer en caso de estar en esa situación?

A la tía Amelia le pusieron una multa de quinientas pesetas y el juicio terminó con la declaración del tío Miguel. Lo único que él dijo entonces, prometiendo que nunca volvería a hablar del tema, fue que la guerra había dejado a su paso mucha necesidad, y que lo que había ocurrido sólo era producto de la miseria y el sufrimiento. Después, durante años, estuvo pagando el préstamo a la Caja de Ahorros y no permitió que nadie hablara del suceso en su presencia.

A mis catorce años, la historia del secuestro del tío Miguel sustituyó a la de la Cueva del Pozo Negro. Aunque años después pude visitar la cueva con un guía, e incluso estuve en el Museo de Ciencias de Madrid admirando el esqueleto de la niña prehistórica y el cartel que demostraba la autoría del hallazgo por parte del tío Miguel, desde entonces me persigue la obsesión por descubrir qué pasó durante aquellos días del secuestro y por qué mi tío nunca quiso explicar nada a nadie, a excepción, tal vez, de su hermano Isidoro.

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