domingo, 1 de febrero de 2009

Galbón


El autobús arrancó y expulsó una humareda negra de petróleo puro que se quedó flotando en el aire como un globo fláccido de helio debilitado después de una noche de fiesta. La nube negra se retorcía sobre sí misma y avanzaba con lentitud impulsada por la lánguida fuerza de la inercia que ejercía sobre ella el movimiento parsimonioso del vehículo, que empezó a desplazarse haciendo crujir sus ruedas agrietadas como de corcho reseco. Hipnotizada por su lenta rotación, fui engullida por la galaxia de hollín y CO2 y allí, envuelta en aquel aura contaminada, lejos todavía de sentir tu ausencia asfixiante, te dije adiós, ignorante de todo lo que de mí se iba contigo en aquel autobús.

Llegamos a Las Jaras avisados de que era el lugar más inerte de la Tierra. Nos lo advirtió Rafael Lepanto en aquella farmacia apolillada de Contradios, donde malvivía después de que el pueblo se hubiera quedado vacío, rodeado de cajas de medicamentos que olían a orín y a humedad y acumulaban tanto polvo como años. A la vuelta de Contradios, recuerdo que comentamos el sinsentido con el que Lepanto abría y cerraba la farmacia a la hora en punto cada día. Hacía años que nadie entraba en el establecimiento. Pero era imposible que entonces entendiéramos que esa era la forma que tenía el profesor de seguir huyendo.

- El Galbón no es más que una enfermedad, métanselo en la cabeza, olvídenlo ahora que pueden.

Pero ya no podíamos. El Galbón nos llenó de convicción y de fuerza para defender nuestro proyecto ante el tribunal que nos concedió una beca de tres años y, después, para convencer al doctor Segovia de que nuestro tema de investigación era tan válido como cualquiera de los que en el Departamento de Química Inorgánica nos pudieran proponer. Recuerdo ahora aquellos días, desde que encontraste los documentos que Lepanto había enviado hacía años a la Universidad y a los que nadie había dado credibilidad y te plantaste en mi mesa con esos ojos que ponías cuando tenías una idea loca, esa mirada que siempre me arrastraba hacia el punto en el que tú estabas, que siempre conseguía de mí lo que tú querías, como cuando me dijiste en el bar de la Facultad que, aunque no me lo creyera, yo terminaría saliendo contigo.

No, no me lo creí, pero al cabo de unos meses ya estábamos viviendo juntos y, poco después, estaba más convencida que tú de que seríamos capaces de clasificar el Galbón. Recuerdo ahora aquellos días y te maldigo por haberme contagiado esa fiebre y haberme dejado, dos años después, mirando cómo abandonabas nuestro sueño y huías de Las Jaras subido en un autobús inmundo.

Al cabo de tres meses de la visita a Lepanto nos fuimos a Las Jaras espoleados por aquel entusiasmo inútil de niños en busca del tesoro, sin querernos creer que no era más que un síntoma de que estábamos contagiados, como los toxicómanos, en sus primeros escarceos con la droga, jamás piensan que acabarán con la dentadura ennegrecida y pinchándose en un vertedero.

Las Jaras no nos resultó tan deprimente al principio. Sus pocas calles desiertas de casas encaladas nos parecieron pintorescas y el horizonte llano, desértico, infinito, como debieron de pensarse en la Edad Media que sería el fin del mundo, nos daba la sensación de estar en un lugar inexplorado lleno de magia, donde soñábamos que nos estaba esperando el éxito enterrado en sus tierras estériles.

No es que Las Jaras estuviera deshabitado, había gente, aunque era difícil de ver, porque vivían atrincherados en sus casas como si se tratara de refugios nucleares para guarecerse de los tres enemigos del pueblo: la luz, el calor y la calma.

En Las Jaras se vive el amanecer como si fuera el principio de una enfermedad grave, con una mezcla de rechazo, resignación y terror que te atenaza dejándote sin fuerzas para afrontar el día. Un rumor de persianas que se cierran recorre las calles como un lamento resentido y los temerarios a los que la mañana ha pillado fuera de sus casas corren a ponerse a salvo del fulgor criminal que campa por el pueblo a sus anchas, sin obstáculo alguno, como un hacendado cruel se pasea orgulloso por entre las casuchas donde malviven los jornaleros de su propiedad, haciéndose ver y oír, demostrando quién es el que manda. Todos los días se libra una batalla en Las Jaras contra la luz, una lucha inútil en la que uno se sabe perdedor desde el principio, de la que sólo espera salir lo menos malogrado posible. La mayor parte del día es una claridad sin contrastes, que tiñe la llanura de una incandescencia tan densa como la oscuridad total, ausente de matices y de formas, que obliga tragarse su propia sombra a los pocos elementos que sobresalen del plano de la llanura.

Nosotros combatíamos esa luz igual que el resto de la gente del pueblo, pero traíamos el ánimo lleno de colores y nos parecía verlos relucir acompañándonos en nuestra búsqueda, con el documento de Lepanto sirviéndonos de escudo y de biblia, la guía que nos descubrió el Galbón, el elemento químico que el profesor creía haber encontrado en la planicie, pero que nunca llegó a aislar ni a clasificar, del que sólo había anticipado su número atómico: 121. Sí, al principio incluso celebrábamos una luz tan pura, sin darnos cuenta de que, al amanecer, cerrábamos las persianas tan horrorizados como los otros.

Si la luz determinaba la vida en Las Jaras, el calor la exterminaba. Porque, al contrario que la luz, que por la noche nos brindaba un descanso, el calor no daba tregua a los cuerpos resecos ni ofrecía esperanza alguna de poder combatirlo. Era un calor perenne que parecía proceder de dentro de uno. La única forma de no sentir que las manos estaban calientes era pensar en lo calientes que estaban los pies o cualquier otra parte del cuerpo. Respirábamos ese fuego abrasador día y noche, estaba en las paredes de las casas, en los sacos de legumbres almacenados en las despensas, en los chorreones de grasa de los embutidos colgados en las ardientes cámaras de las casas.

En Las Jaras teníamos agua corriente traida hacía años de más allá de Contradios. A base de duchas tratábamos de defendernos del ambiente abrasador, pero uno se secaba casi de forma instantánea al cerrar el grifo e iba notando cómo se encogía la piel, como si las células se abrazaran sobre sí mismas para protegerse del calor, formando pequeñas escamas desecadas que resistían a las cremas y aceites con los que tratábamos de atajar la sequía que azotaba nuestro cuerpo.

Entender cómo había llegado a Las Jaras potencia suficiente de electricidad como para alimentar el rudimentario aparato de aire acondicionado instalado en nuestro improvisado laboratorio, era un misterio para nosotros que, por otro lado, tampoco tratamos de desentrañar. Al principio no nos pareció un privilegio, sino una herramienta esencial para llevar a cabo nuestras investigaciones, por lo que nos pareció natural que el aparato fuera subvencionado como parte de la aportación que recibíamos de nuestra beca. Al cabo de los días nos dimos cuenta de que éramos poseedores de un bien insólito en el lugar. Nadie más en Las Jaras tenía aire acondicionado. Quizás por eso, la gente nos miraba como si fuéramos seres de otro planeta, o esa era nuestra sensación, por lo que nunca conseguimos relacionarnos con ellos más allá de lo necesario. Ahora puedo decir que ese diabólico aparato fue el catalizador perfecto para desencadenar el avance de nuestra locura. Gracias a él no nos derrumbamos a los pocos días de nuestra llegada, lo que hizo que, al poco tiempo, ya estuviéramos tan afectados por la fiebre del Galbón que era imposible una deserción pacífica.

Después de los primeros días, nos dimos cuenta de que era una insensatez pasarnos la mañana recogiendo muestras de materiales en las zonas donde el documento de Lepanto situaba el Galbón. Por eso, empezamos a levantarnos de noche para estar de vuelta antes del amanecer con las mochilas cargadas de minerales, líquenes y polvo de rocas. Entonces nos encerrábamos en el laboratorio durante todo el día, preparando reacciones y tomando notas de unos resultados tan estériles como la tierra donde habíamos ido a parar. Sin embargo, aunque el estado de nuestra investigación nos deprimiese, después de cada frustración, de cada espectro inútil en el que sólo aparecían los elementos de siempre o, quizás, alguno raro pero conocido por cualquier químico del mundo, enseguida surgía la euforia. “Seguro que mañana lo encontramos”, o, como decía Edison cuando su experimento fallaba, “ya hemos aprendido dónde o cómo no se encuentra el Galbón y eso nos acerca más a él”. Así, día tras día, seguíamos inmersos en aquel sueño, encerrados en el laboratorio donde nos resguardábamos del calor y de la luz de Las Jaras, mientras pasaban los días, las semanas, los meses abrasadores, en los que, poco a poco, empezamos a trasladar casi toda nuestra vida entre aquellas cuatro paredes que contaban con el privilegio del aire acondicionado, hasta terminar instalando dos catres donde, ahora no recuerdo cuánto tiempo después, empezamos también a dormir.

Ni todos los fracasos a los que nos llevó la búsqueda del Galbón, ni la luz perturbadora de Las Jaras ni el calor omnipresente, provocaron una sola de las palabras de angustia que nos convirtieron en seres lúgubres y resentidos. De lo que tú te quejabas, lo que nos aplastaba y deformaba nuestras personalidades, era la calma, ese abandono en el que Las Jaras estaba inmerso, en el que la única expectación era poder ver pasar una bandada de pájaros o si habría llegado alguna carta de la Universidad. Nunca llegó ninguna.

Lo que en un principio confundimos con tranquilidad, al cabo de los días se convirtió en un instrumento de tortura, que nos dejó sin conversaciones, sin ánimo, presas del aburrimiento y la dejadez, obligados a repetir cada día las mismas palabras, las mismas acciones, comer la misma comida, ver al mismo vecino a las ocho de la mañana que volvía de quién sabe dónde y se encerraba en su casa, decir “buenos días, ¿qué tal?” cuando íbamos a la tienda a comprar algo de comer, y escuchar “como siempre” por respuesta día tras día, dejando claro que ahí se había acabado la conversación.

No era solo que en Las Jaras no hubiera nada que hacer, es que literalmente no se movía una mosca. Jamás corría el aire, la quietud era aterradora, nunca vimos agitarse una cortina por la brisa. Cuando se formaba una nube en el horizonte, se quedaba allí durante días con la misma forma hasta difuminarse con tanta lentitud que el cambio era inapreciable. Si preguntábamos a la tendera de dónde venían los alimentos, tardaba mil años en respondernos siempre lo mismo: “los trae el camión”. Pero nunca vimos al camión. Incluso el autobús que venía vacío cada miércoles y se quedaba parado durante quince minutos en la plaza, se volvía a ir sin nadie por la única carretera desolada que llevaba a Contradios, siempre con el mismo conductor cetrino que aprovechaba ese rato para fumar un cigarro, cuyo humo subía en línea recta hacia el cielo, perdiéndose como si se hubiera abierto un agujero invisible en la atmósfera justo en el lugar por donde se colaba para desaparecer.

Fue la sucesión de minutos idénticos lo que pudo contigo, después de plantarles batalla a base de intentar cambiar la rutina, intentando sin éxito sacar conversación a los habitantes de Las Jaras, levantarnos a otra hora, ir a ver al autobús, fingir que éramos desconocidos que acabábamos de encontrarnos, inventar recetas nuevas con los pocos productos que podíamos comprar, escribir o leer. Al final, incluso los libros nos parecían idénticos y sólo conseguían recordarnos lo carentes de acontecimientos que estábamos. Sólo mantenía nuestra esperanza la posibilidad de encontrar el Galbón y esa circunstancia confirió al elemento un poder absoluto sobre nosotros.

Aquel martes, cuando volví al laboratorio con la compra de cada día, te encontré sentado en tu catre, como si hubieras estado esperando mi llegada para decirme:

- Se me ha roto un matraz y me he cortado.

Me acerqué a ver la herida y traté de quitarle importancia. Era un pequeño corte en el dedo índice sin ninguna gravedad.

- Me ha salido sangre -dijiste, mirándome con un sucedáneo de aquella mirada que yo había olvidado, la que conseguía todo lo que se proponía, mucho más melancólica y desvalida que cuando te conocí.

Te dije que no te preocuparas, que no era nada.

- Me ha salido sangre y he recordado que estoy vivo- insististe.

Te entendí, pero no quería entenderte. Al día siguiente cogiste el autobús.

Continué en Las Jaras durante unos meses más. Ya no quedaba rastro de nosotros, así que no traté de mantener el contacto contigo. Repetí con exactitud las mismas acciones que cuando tú estabas. Antes del amanecer me iba a recoger materiales, después me pasaba el día en el laboratorio poniendo reacciones y observando los resultados. Ya no trataba de hablar con la tendera, ni me planteaba si irme a dormir a casa o no. No sé por qué seguí allí, quizás porque el Galbón era todo lo que me quedaba de nosotros y de nuestro sueño; en realidad era todo lo que quedaba de mí además de tu ausencia, que yo sentía como la máquina que mantiene con vida a una persona en estado vegetativo.

Varias semanas antes de que terminara el plazo de nuestra beca, conseguí aislar un material que nunca antes había observado en el espectroscopio, aparentemente su número atómico era 121. Como si hubiera presenciado la exhumación de los restos de un familiar perdido hacía años, lloré toda la emoción contenida sin preocuparme de si el elemento era estable o, por el contrario, podría evaporarse dejándome con las manos vacías y sin pruebas de lo que acababa de observar. Lloré al darme cuenta de que el único acontecimiento que valía la pena recordar de aquellos años era tu huida en el autobús de los miércoles. No traté de repetir el experimento.

Todavía tuve que esperar dos días para irme de Las Jaras. En ese tiempo, puse en orden los documentos donde reflejábamos todos los progresos que habíamos hecho en nuestra investigación, hasta llegar al espectro del elemento, y los metí en varias cajas que fueron mi único equipaje el día que me fui de aquel lugar.

Hace dos años que trabajo en el equipo del doctor Segovia. Cuando volví, le pregunté si volvió a verte. Sólo sabía de ti que renunciaste a tu beca y nunca más apareciste por el Departamento. En este tiempo, hemos conseguido aislar el elemento dos veces, pero ambas se ha volatilizado, aunque hemos publicado varios artículos sobre el tema y varias Universidades del mundo están colaborando con nosotros en la búsqueda del Galbón, que resulta que ahora se llama Undictronio (por lo visto Galbón es otra sustancia). A pesar de que retomé la actividad, sigo padeciendo la calma que arruinó nuestras vidas. Incluso hay días en que me descubro huyendo del sol de la mañana y del calor inexistente. Y cuando me preguntan “¿qué tal?” yo sólo puedo responder “como siempre”, envuelta todavía en la nube negra y estática de petróleo puro desde la que te dije adiós. Todavía no he tenido la suerte de cortarme con el cristal de un matraz.

15 comentarios:

ChusdB dijo...

Me alegro que vuelvas...esta fiesta estaba un poco triste sin la anfitriona....Te leo enseguida, de momento, voy a buscar en el diccionario si el galbn y su "segundo nombre´" existen...y a por unas tiritas a la farmacia de la esquina, por si al final, la protagonista también las necesita! besos.

Viky dijo...

Madre mía Gloria!creo que se de dónde puede venir parte de tu inspiración a la hora de escribir este cuento...lo increible es que no es solo ficción, hay mucha gente que cada día se dedica a buscar su Galbón particular!!!

Que bien escribes, soy tu fan!!!

Viky...que está deseando cortarse con el matraz, que "Contradios"!!!!

Gloria dijo...

Chus, ¡qué alegría leerte otra vez! Sí, he estado liada con mil temas, pero no me voy nunca para siempre. Me encanta comprobar que sigues de fiesta.

Un beso de reencuentro.

Gloria dijo...

Ay, Viky, pues claro, tú sabes bien de dónde viene la inspiración... De todas formas este es un cuento agónico que habla de la búsqueda y la pérdida. Tenemos que aprender a buscar sin perder y, sobre todo, a saber qué es lo más importante de todo.
Tú no necesitas cortarte con un matraz, aunque haya días que lo desees. Tú sabes bien que estás viva y que hay muchas cosas importantes a parte del Galbón.
Somos `fanes´ recíprocas, yo también te admiro.
Besos emocionados de verte bailando por aquí.

Anónimo dijo...

Gloria, he tenido que dejar de leer dos veces para coger aire, me ahogaba!! Está muy bien logrado el relato a tiempo parado, me ha recordado a esos cuentos de "El llano en llamas" inspirados en la pampa argentina del fabuloso Juan Rulfo, donde la naturaleza ejerce una fuerza opresora y determinante sobre sus pobladores hasta terminar enguyéndolos. Es genial, Gloria,creces en cada relato, pero este, este es una maravilla. Enhorabuena!!!
Besos desde las salinas gaditanas

Anónimo dijo...

*fe de erratas:
las llanuras mejicanas de "El llano en llamas" de Juan Rulfo y
la pampa argentina del "Martín Fierro" de José Hernández

A estas horas empiezo a confundir cosas, ja, ja, ja
(espero que no me lea ninguno de mis alumnos, con la lata que les doy!!)

Besos de buenas noches

Núria dijo...

Demasiado tiempo sin decirte nada, pero es que este relato me ha maravillado!

Núria dijo...

Todos tenemos nuestros galbones, nuestros matraces y nuestras sangres...incluso un Las Jaras particular. Yo tuve muy cerca una persona que siempre contestaba un "como siempre" al cual me acostumbré tanto que ahora yo lo hago servir demasiadas veces

Joe Hawkins dijo...

Hola! Hace mucho tiempo que sigo este blog, y bueno sólo quería decirte que me encanta como escribes y me encantan tus historias.


Me he hecho un blog hace una semanilla o así y bueno, me gustaría que te pasaras por allí a echarle un ojo y a ver si te gusta ;)


Un beso. Víctor.

Gloria dijo...

Sita, muchas gracias por tu comentario y por seguir apareciendo por la fiesta, a pesar de mis ausencias. Siento haber tardado en recibirte. Ahora ya estoy dispuesta a seguir siendo una buena anfitriona, después de algunas semanas de resaca.

Besos de reencuentro.

Gloria dijo...

Núria, me alegro mucho de que hayas disfrutado del relato y te haya servido para la reflexión.

Galbón es la historia de una búsqueda que lleva a una pérdida, de la incapacidad de apreciar qué es lo que nos importa y dejarlo escapar en nombre de algo que nos obsesiona, como el éxito.

Besos agradecidos `como siempre´ que te encuentro por aquí.

Gloria dijo...

Bixtorr, muchas gracias por participar y por enlazar a esta fiesta con tu noche sin fin.

Me ha gustado mucho tu blog, iré a verte de vez en cuando.

Besos de bienvenida.

Joe Hawkins dijo...

Galbón existe de verdad??

Svetlana dijo...

Hace mucho tiempo que no he leido cosas tan boonitas. Tienes una palabra de ORO (y eso existe en el diccionario). Gracias
como dice tu hermana soy tu fan!

Gloria dijo...

¡Muchas gracias, Svetlana! He alucinado al ver un comentario tuyo (¡y encima en español!). Ya veo que mi hermana te ha hablado de mí "demasiado bien" :-)

Bienvenida a esta fiesta, ponte cómoda y disfruta todo lo que puedas. Espero que pronto nos encontremos y echemos un bailecito juntas.

Besos de bienvenida.