lunes, 8 de junio de 2009

Al otro lado del canal de la Mona


Tenía los pies fríos y húmedos. Habían vivido la tarde como una enfermedad terminal, lenta y despiadada, en la que la esperanza de ver algún punto en el horizonte se había ido disipando a medida que el sol descendía y amenazaba con dejarlos desolados ante otra noche más, la número doce desde que salieran de La Romana.

Tres días atrás, Leonel había mirado sus pies descalzos, arrugados por la humedad y abrasados por el sol. Durante largo rato observó las uñas largas y reblandecidas. La del dedo medio todavía conservaba un resto de suciedad encallecida tocando la piel en la parte interna del centro de la uña. Se preguntó si encontraría en la yola algún objeto con que sacarse aquella mugre. Matías y Reynaldo yacían en silencio en proa, a menos de dos metros de él. Matías ocultaba los brazos dentro de la camiseta, las mangas cortas colgaban como pellejos secos del cuerpo apoyado en el borde del bote. Por debajo de la prenda le asomaba una mano con la que sujetaba en alto uno de los remos, procurándose una minúscula sombra para resguardar su cara cubierta de ampollas provocadas por el sol. Tenía las piernas estiradas una sobre la otra e iba alternando su posición a ratitos, protegiéndolas de la radiación solar bajo la línea de sombra que dibujaba el lateral de la pequeña embarcación de madera. Leonel revisó con cuidado el atuendo de Matías, en busca de alguna punta con la que pudiera sacar la roña de su dedo, que le oprimía ahora como un pequeño tumor en expansión. Llevaba puesta una camiseta y un pantalón corto sin botones ni cremalleras: no le servían. Reynaldo estaba tumbado boca abajo, con la cabeza ladeada y la cara oculta bajo la sombra que proyectaba el costado de Matías. Sus brazos descansaban a los lados de su cuerpo, sus manos en tensión estiraban los bordes de las mangas de su jersey para evitar ser tocadas por los rayos del sol. Leonel examinó el pantalón largo que cubría las piernas extendidas de Reynaldo hasta comprobar que también estaba desprovisto de remates con que limpiar su uña sucia.

Revisó sin éxito la yola en busca de esquinas, pinchos o puntas. Trató de recordar qué había pasado con el pequeño motor que ya no estaba en su lugar, quizás lo hubieran tirado cuando se volvió inservible, no se acordaba. Debió inspeccionar la ropa de Pedro y Nelson antes de arrojarlos por la borda, quizás ellos llevaran alguna medalla o cremallera. Pero en aquel momento no lo pensó. No pensó en nada. Simplemente empujó los cuerpos con todas sus fuerzas hasta que cayeron como plomo en medio del mar, mientras él se moría de fiebre y de sed, sin reparar en la mugre que, ahora estaba seguro, ya llevaba incrustada en su uña.

Tres días habían pasado desde que se descubrió esa suciedad y no había podido dejar de pensar en ella. A ratos se quedaba dormido sin fuerzas y, al despertar, volvía a sentirla apretada contra su uña blanda y ya no le era posible librarse del problema que lo torturaba. Cuando se quedaba traspuesto por el cansancio, el hambre y la sed, lo asaltaban pesadillas en las que la mugre se incrustaba en su piel y crecía hacia adentro, formando un cáncer que se le extendía por el dedo, cubriéndole el pie, avanzando por la pierna hasta llenar por completo su cuerpo de suciedad encallecida. Entonces despertaba sobresaltado, volvía a mirar la uña y, por un instante, descansaba al comprobar que la inmundicia seguía sin expandirse, justo donde se unía la piel con la uña.

La noche anterior, antes de volverse loco, había preguntado a Matías y Reynaldo cómo podía limpiarse la porquería del dedo. No vio cómo lo miraban, pero al cabo de unos segundos sin respuesta advirtió la compasión con que se atiende a los viejos o a los locos, cuando Reynaldo le susurró como si le hablara a un niño: “Meta el pie en el agua, viejo, y se deshará”. Leonel no insistió, pero esperó con rencor la respuesta de Matías, rumiando en silencio un desprecio creciente hacia sus compañeros, ignorantes de que la única posibilidad para salir de allí era sacar la maldita inmundicia de su uña. Una vez liberado de aquella tortura, podría dedicarse a pensar en la forma de sobrevivir. Matías nunca contestó.

Leonel seguía mirando sus pies, tres días después de descubrirse la suciedad en la uña, cuando el sol se ocultó tras unas nubes densas dibujadas en el horizonte, dando paso a la duodécima noche desde que vieran tierra por última vez. Notó cómo lo rendía el sueño mientras escuchaba delirar a Matías, que parecía haber dejado de luchar por mantenerse en equilibrio y se golpeaba la cabeza contra el borde de la barca al ritmo con el que las olas la agitaban. Empezó a sentir como si su cuerpo fuera perdiendo peso, haciéndose cada vez más liviano, a punto de echar a volar de un momento a otro como una cometa, bamboleado por el viento y sujeto únicamente por un lastre adherido al dedo central de su pie que lo mantenía aferrado al suelo.

Lo despertó el estruendo de una sirena. Lenonel no podía moverse ni abrir los párpados, como si estuvieran embadurnados de una cola viscosa a través de la cual se traslucía una luz insoportable que lo deslumbraba. Sintió unos brazos levantándolo por debajo de los suyos y el olor intenso a pescado y sudor añejos del cuerpo del que procedían. Otro par de brazos lo sujetó por los tobillos elevándolo con dificultad, tambaleándose por el vaivén de la frágil superficie de la yola. Leonel quería hablar pero no encontró la voz. Trataba de entender pero una bola de mugre en el dedo de su pie le impedía pensar con claridad.

- ¿Están muertos? – oyó que alguien preguntaba.

Pensó que quizás sí, que quizás había muerto y estaba padeciendo en el infierno una tortura que le oprimiría eternamente una uña de su pie. Una pesadilla infinita por haberse ido de Villa Riva sin despedirse de la vieja, después de haberle robado los ciento sesenta dólares que guardaba para la boda de Ilda, completando así los mil que le había cobrado el patrón por embarcarlo en la yola.

Puede que aquel fuese el sufrimiento continuo que se había ganado por quedarse inmóvil cuando el patrón se tiró al mar con el único chaleco salvavidas que llevaban en la embarcación, en una de las embestidas de las olas que avanzaron como tanques poco después de perder de vista la isla, cuando se desató la tormenta. El padecimiento perpetuo que merecía por agarrarse al borde de la balsa temblando de miedo mientras escuchaba a Nelson gritar “De aquí no salimos, viejo”. Por mirar con extrañeza el cuerpo sin vida de Pedro, con sus quince años y aquel extravagante pelo rubio con que salió teñido de su último bochinche, y después tirarlo al mar pensando que el chico ni siquiera había caído en la cuenta de que nunca contaría aquella aventura a sus amigos.

Sí, quizás estaba muerto y jamás se libraría del peso que aprisionaba el dedo de su pie, como jamás se salvaría del castigo por haber querido ser más de lo que era en un paraíso donde soñaba con hacerse rico al otro lado del canal de la Mona.

Antes de perder el conocimiento oyó la voz de ultratumba de Reynaldo, que en un esfuerzo sobrehumano susurró: “Se murió Matías, viejo, se murió Matías”.

2 comentarios:

ChusdB dijo...

Muy bonito, encoge el corazón.Cuando he leído tu relato y he enlazado a la noticia me he acordado de la canción de chambao ,"papeles mojados" e, inmediatamente de la sirena de Kelp, que se va para allá este verano de "voluntaria"(por eso estudia tanto, para que no le quede nada para Septiembre)...

Gloria dijo...

Gracias, Chus. Mucho ánimo entonces para la sirena de Kelp con sus exámenes, este mundo necesita muchos como ella.