Tenía los pies fríos y húmedos. Habían vivido la tarde como una enfermedad terminal, lenta y despiadada, en la que la esperanza de ver algún punto en el horizonte se había ido disipando a medida que el sol descendía y amenazaba con dejarlos desolados ante otra noche más, la número doce desde que salieran de La Romana.
Tres días atrás, Leonel había mirado sus pies descalzos, arrugados por la humedad y abrasados por el sol. Durante largo rato observó las uñas largas y reblandecidas. La del dedo medio todavía conservaba un resto de suciedad encallecida tocando la piel en la parte interna del centro de la uña. Se preguntó si encontraría en la yola algún objeto con que sacarse aquella mugre. Matías y Reynaldo yacían en silencio en proa, a menos de dos metros de él. Matías ocultaba los brazos dentro de la camiseta, las mangas cortas colgaban como pellejos secos del cuerpo apoyado en el borde del bote. Por debajo de la prenda le asomaba una mano con la que sujetaba en alto uno de los remos, procurándose una minúscula sombra para resguardar su cara cubierta de ampollas provocadas por el sol. Tenía las piernas estiradas una sobre la otra e iba alternando su posición a ratitos, protegiéndolas de la radiación solar bajo la línea de sombra que dibujaba el lateral de la pequeña embarcación de madera. Leonel revisó con cuidado el atuendo de Matías, en busca de alguna punta con la que pudiera sacar la roña de su dedo, que le oprimía ahora como un pequeño tumor en expansión. Llevaba puesta una camiseta y un pantalón corto sin botones ni cremalleras: no le servían. Reynaldo estaba tumbado boca abajo, con la cabeza ladeada y la cara oculta bajo la sombra que proyectaba el costado de Matías. Sus brazos descansaban a los lados de su cuerpo, sus manos en tensión estiraban los bordes de las mangas de su jersey para evitar ser tocadas por los rayos del sol. Leonel examinó el pantalón largo que cubría las piernas extendidas de Reynaldo hasta comprobar que también estaba desprovisto de remates con que limpiar su uña sucia.