viernes, 20 de junio de 2008
Dúplex de blogs
Hay gente con la que te cruzas y que te hubiera gustado conocer mejor. Me ha pasado eso con Marta. Hemos compartido oficina durante varios años, hasta que un día ella se planteó dejar el trabajo para poder estudiar y dedicarse a lo que más le gusta: hacer fotos.
Parece sencillo apostar por lo que más feliz te hace pero, en cambio, tenemos tanto miedo a lo desconocido que a veces hacemos imposibles los cambios, aunque sean para mejor. Por eso, admiro a Marta.
Un par de días antes de irse, me envió una invitación para ir a una exposición de fotografías suyas. Y entonces fue cuando se nos ocurrió hacer un dúplex de blogs. Ya que están tan de moda las comunidades, nosotras empezamos hoy con esta primera piedra de nuestro dúplex. Yo me inspiraré en sus fotos para escribir mis cuentos y ella se inspirará en mis cuentos para hacer sus fotos.
Hoy estamos más de fiesta porque he colgado su primera foto en mi cuento anterior. Un reloj que no marca las horas. No me digáis que no es bonita. Gracias, Marta, y suerte en tus exámenes.
martes, 3 de junio de 2008
Reloj, no marques las horas
Cuando mi hermano Hugo fue de campamento la primera vez yo tenía seis años y los sábados por la mañana papá y mamá hablaban bajito en la cama y a veces decían: “Ay, madre, ay, madre”.
Yo no sabía qué les pasaba aunque pensaba que debía ser algo divertido porque mamá se levantaba contenta y preparaba pan frito para desayunar, y a mí me encantaban los sábados que desayunábamos pan frito todos juntos.
Aquel día nos levantamos muy temprano para llevar a Hugo al campamento. Papá le había comprado una mochila enorme con diez bolsillos por lo menos y mi hermano estaba deseando llevarla a la espalda porque mamá le decía que era como la de un explorador.
Paramos en todas las fuentes de la carretera, mamá nos hizo fotos en cada una y Hugo usaba el cacillo de lata del campamento para beber. Después, teníamos que parar porque nos hacíamos pis y papá apuraba hasta el último momento. Mamá se ponía nerviosa y decía: “aquí mismo, para aquí”, mientras nosotros gritábamos: “para ya, papá, que me lo hago”.
Antes de llegar al campamento tuvimos que pasar por un camino de tierra. Mamá llevaba un mapa que le habían dado a Hugo los boyscouts; pero creo que no estaba muy bien dibujado porque mamá dijo: “nos hemos perdido, hay que preguntar”.
Papá estaba enfadado porque no le gustaba perderse y menos que mamá le dijera cada dos por tres: “pregunta, Antonio, hay que preguntar”.
Llevábamos ya un buen rato perdidos en medio del campo y mamá venga a decirle a papá que preguntase, hasta que él bajó la ventanilla y dijo: “eh, amigo, ¿por dónde se va al campamento de los boyscouts?”. Mamá, Hugo y yo nos asomamos por la ventanilla; pero no vimos a nadie. Yo pensé que debía de haber algún hombre escondido detrás de un árbol o algo así, hasta que mamá dijo: “¿a quién preguntas?” Y papá respondió: “a nadie, pero ya he preguntado, ¿no?”. Entonces, mamá y Hugo empezaron a reírse, y yo me reí también, aunque no sabía muy bien por qué; pero a papá no le hizo ninguna gracia.
Por fin llegamos al campamento, nos despedimos de Hugo y nos quedamos mirándolo cuando se cargó la mochila y caminaba hacia su tienda. Sólo se le veían las piernas blancas y escuchimizadas por debajo. Parecía una mochila con patas.
A la vuelta, le pregunté a mamá cuándo me tocaba a mí ir de campamento y ella me respondió: “cuando tengas diez años”.
Después, papá puso la cinta de Antonio Machín, que era la que más nos gustaba, y todos cantamos Reloj, no marques las horas. A mamá le encantaba esa canción, decía que era romántica; pero a mí me ponía un poco triste, como cuando los domingos volvíamos de comer en casa de los abuelos y yo todavía tenía que hacer divisiones antes de cenar.
Hugo volvió al cabo de una semana lleno de picaduras de mosquito, y aunque contaba que la comida era asquerosa y que no paraban de andar y correr y trabajar todo el día, a mí no se me quitaron las ganas de tener diez años e ir de campamento con una mochila llena de bolsillos.
Hoy mamá ha puesto el despertador a las ocho de la mañana. Papá vendrá a recogerme. Ya se ha puesto bueno y no está tan triste como cuando dejó de trabajar porque tenía la enfermedad de la depresión y, como ya puede conducir, me llevará al campamento. Hugo vendrá con nosotros, aunque le fastidia y está enfadado. Dice que prefiere quedarse para jugar al fútbol con sus amigos y ya quiere saber si volverán antes de las ocho, porque ha quedado con su amiga Clara (en realidad es su novia, pero a él le da rabia que la llamemos así) para ir al parque. Seguro que se pasa todo el viaje con los cascos puestos, escuchando música y sin hablar. Mamá dice que es porque está en la edad del pavo; pero él dice que nadie lo entiende. Y la verdad es que yo no lo entiendo, siempre está peleándose con mamá porque nunca le hace caso a la primera. Entonces, mamá se enfada y dice: “se acabó la tele”. Así que al final me quedo sin tele sin haber hecho nada malo.
Mamá no vendrá con nosotros al campamento, porque como ahora están separados ya no vamos juntos a ningún sitio. Pero ayer me prometió que haría pan frito para desayunar, aunque a mí me ha dado un poco de pena recordar los sábados por la mañana en los que hablaban bajito en la cama y decían: “ay, madre; ay, madre”, que ahora ya sé que es hacer el amor, porque ya tengo diez años.
(*) Tengo que poner título a este cuento y tengo dos opciones: "Una mochila con diez bolsillos" o "Reloj, no marques las horas". Como no me decido, te pido ayuda: ¿Qué título te gusta más? Escribe tu respuesta en los comentarios. ¡Gracias!
ACTUALIZACIÓN 18/06: Título fijado definitivamente como "Reloj, no marques las horas" gracias a la aportación de los usuarios y a la de mi amiga Marta Pueyo, que me ha regalado una foto preciosa para ilustrar este post.
sábado, 19 de abril de 2008
Rosas contra el olvido
Las calles de Barcelona se llenan de tenderetes y de gente que pasea cargada de libros y de rosas. Es una fiesta en la que todos participan, un día en el que merece la pena salir a darse una vuelta y disfrutar del ambiente. Me encanta la combinación de libros, rosas y amor.
Supe el otro día de una iniciativa, Rosas contra el olvido, que invita a la gente a regalar rosas a personas mayores que sufren las consecuencias de la soledad y la vejez. El objetivo, llegar a las 1001 rosas. No son muchas, ¿los ayudamos?
Cumpleaños desapercibido

Gracias, gracias, gracias mil por no dejar de sorprenderme, por hacer que ese adjetivo que titula este blog siga teniendo sentido, por manteneros atentos a pesar de los cambios de ritmo. Estoy aprendiendo, gracias por la paciencia.
Es un placer veros por aquí. Coged una copa y brindad conmigo.
El baño

Amaneció un día espléndido de primavera tardía. Cálido, soleado, claro. Yo había estado esperando durante todo el invierno que llegara un día así. Cada vez que me asomaba al balcón, observaba la piscina reluciente, con sus pequeños azulejos de gresite que teñían el agua de un azul intenso, casi irreal. Me sentía fascinada por su quietud, sólo interrumpida a veces por las ondas que dejaba a su paso algún gorrión que sobrevolaba el agua, apenas rozándola para beber. Los días de lluvia, se me pasaban las horas mirando embelesada las diminutas salpicaduras que agitaban la superficie, componiendo una coreografía hipnótica como las interferencias de una televisión no sintonizada, en la que las oscilaciones provocadas por cada gota de lluvia se entrecruzaban como las notas improvisadas de una jam session.
La piscina está situada en medio del patio trasero de nuestra casa, orientado al sur. La rodea una franja de césped que termina en los muros altos de piedra que delimitan el jardín. Muy pocas veces sopla el viento y siempre viene del norte, pasando por encima de la casa sin alterar la placidez del agua.
Cuando desperté aquel sábado de primavera, me asomé al balcón y comprobé que no había ni una sola hoja flotando sobre la superficie de la piscina, parecía como si toda el agua fuese un solo bloque inamovible de cristal azul. Durante unos segundos me sentí como parte de una fotografía, detenida en el tiempo. Un instante sólo alterado por el deseo de sumergirme en el agua después de un rato de sol.
Entré en la habitación. Mi marido todavía dormía en nuestra cama. Había llegado tarde la noche anterior y no quise despertarlo. Además, me apetecía disfrutar sola de ese momento que había estado esperando durante todo el invierno.
Unos días antes me había comprado un bikini nuevo. Decidí estrenarlo, pero mientras me desnudaba sólo podía pensar en el placer del baño que iba a darme, el primero de la temporada de calor, y entonces el bikini me pareció una prenda incómoda e innecesaria. Yo no solía bajar desnuda. Mi marido siempre insistía en que los muros del jardín eran lo suficientemente altos como para que nadie pudiera vernos desde otras casas; pero me incomodaba estar sin ropa al aire libre, siempre pensaba que alguien podría llegar a la casa de forma inesperada, aunque sabía que era un temor infundado, porque la única persona que tenía llaves era la asistenta, quién siempre llamaba antes de entrar. Sin embargo, aquel día bajé las escaleras desnuda y me tumbé sin pudor en una de las hamacas del jardín.
Estuve durante un buen rato acumulando rayos de sol y calor, alargando la espera del baño como un niño que deja la mejor golosina para el final, hasta que sentí unas gotas de sudor recorrer mi costado y me incorporé, dispuesta a sumergirme en el agua. Noté que estaba agitada, nerviosa, como cuando se acerca el momento de un primer beso. Quizás por eso mi recuerdo de aquel instante sea un poco difuso, como si en mi memoria no hubiera quedado sitio más que para la excitación y el deseo de estar dentro de la piscina.
Bajé despacio por la escalerilla, sintiendo cómo se me erizaba la piel al contacto con el agua fría, cómo mi respiración se aceleraba y perdía el compás a medida que mi cuerpo se empapaba. Me sumergí por completo y me repuse de la impresión inicial con un par de brazadas suaves. Podía ver cómo al nadar iba dibujando en la superficie una pequeña ola que me precedía sólo unos centímetros y me sentí hipnotizada por la suavidad con que el agua mansa se iba transformando en onda hasta llegar al borde de la piscina.
Nadé con suavidad durante un tiempo indeterminado, gozando de una especie de ingravidez que me iba transformando. De pronto reparé en que no estaba cansada, era como si los brazos y las piernas se movieran sin esfuerzo, flotando al son del agua sin que nada los impulsara, como si no tuviera huesos y mis músculos se hubieran vuelto fluidos. Mi baño sólo se interrumpía de forma desagradable cuando sacaba la cabeza para respirar. Justo entonces, sentía que me ahogaba.
Seguí nadando y buceando, abstraída por completo de pensamientos y cada vez alargaba más el momento de salir a respirar. No sé cuánto rato estuve así, de un lado a otro de la piscina, pero recuerdo que varias veces descarté la intención de terminar el baño e ir a preparar el desayuno. Tendría que secarme un poco al sol y subir a casa. Pero me sentía tan relajada que en el mismo instante que pensaba eso, decidía pasar un rato más en la piscina.
En un momento dado me dí cuenta de que, de una zambullida, había dado dos vueltas buceando a la piscina. Me maravillé por mi recién descubierto aguante. Aunque no tenía necesidad, por inercia, saqué la cabeza del agua para respirar. En un segundo vi a mi marido asomado al balcón. Me pareció que estaba buscándome; pero antes de poder gritarle que estaba dándome un baño, sentí una angustiosa opresión en los pulmones y una asfixia insoportable. En un movimiento reflejo volví a sumergirme hasta que pude recuperarme y sentirme un poco mejor. Desde debajo del agua podía ver a mi marido entrar y salir de la habitación, buscándome con la mirada desde el balcón. Pensé que tendría que advertirle de que estaba en la piscina, pero cuando intenté llamarlo, otra vez con la cabeza fuera del agua, volvió la opresión y la asfixia y me zambullí de nuevo, sin apenas tiempo para emitir un gemido que él no pudo escuchar.
Asumí que en algún momento él me encontraría y me abandoné a la ingravidez del agua, resistiéndome a realizar ningún esfuerzo por nadar, meciéndome en el propio movimiento ondulatorio que yo había creado. Poco a poco me invadió la sensación de que ocupaba toda las piscina, notaba el roce de los pequeños azulejos de gresite en mis caderas, en la espalda, en las plantas de los pies. Y esa percepción me fascinaba, nunca había sentido tanto bienestar, una armonía que no tenía comparación con ningún momento que yo hubiera vivido. No estaba sumergida en el agua. Era el agua misma. Me sobrevino esa certeza como cuando alguien sabe que tiene hambre, de una forma natural, sin razonamiento ni preocupación. Miré mi cuerpo desnudo y no me sorprendió no verlo, porque yo estaba dentro de mi cuerpo, que había ocupado el volumen de toda la piscina.
Desde entonces, paso unos inviernos apacibles, a veces mecida por la cadencia de las gotas de lluvia que se funden en mi superficie, y unos veranos agitados por los baños de la familia que vino a vivir a la casa el otoño siguiente, cuando mi marido se trasladó, después de un verano extraño, lluvioso y frío.
He sido feliz todo este tiempo, pero ahora me asalta una preocupación. He oído decir que van a hacer obras en el patio. ¿Y si tuvieran que vaciar la piscina?
martes, 11 de marzo de 2008
La cena
- ¿Te ayudo? - le había preguntado ella.
- No hace falta - había respondido él, ansioso por desaparecer de su vista y repasar a solas, una vez más, la conversación que tenía pendiente con ella.
Se había ofrecido a hacer la cena. "Julia, tenemos que hablar", le diría después. Una ensalada y algo de fruta. "¿Qué pasa?", respondería ella. Una cena sencilla, sosa, sin riesgo de que a ella le gustase especialmente. "Ya no te quiero", continuaría él. De esos platos cotidianos que pasan desapercibidos. "¿Qué? ¿Qué quieres decir con que ya no me quieres?", preguntaría ella de forma retórica clavando sus ojos en él. Una comida rápida hecha sin amor, una más de una noche más. "Ya no siento lo mismo por ti", trataría de explicarse él. Lechuga, tomate, zanahoria, espárragos, maíz y rábanos. "¿Has conocido a alguien?", preguntaría ella tratando de justificar el desamor. Nada elaborado ni delicioso. "No, no es culpa de nadie", él le diría la verdad. Una cena anodina que, sin embargo, los dos recordarían siempre.
- ¿Quieres que fría un poco de beicon y se lo echamos a la ensalada? - Julia apareció en la cocina por sorpresa.
- Por mí no, pero si tú quieres - ya estaba, ya se había liado, ya no sería la cena aséptica que necesitaba. Ahora ella, como siempre hacía, se afanaría en compartir con él aquel momento. Querría resucitar su ensalada muerta, dar vida a una cena marchita, combatir el silencio con una de esas discusiones circulares en los que ambos se abandonaban a la decisión del otro, "como tú
quieras, a mi me da igual".
- Venga sí, y abrimos una botellita de vino - afirmó Julia, sorprendiendo a Manuel con su determinación.
- No - cortó él. - Bueno, yo no quiero, que mañana me tengo que levantar temprano - añadió, tratando de suavizar la frialdad de su negación anterior.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor? - preguntó ella y él se sintió culpable.
- No me pasa nada - respondió Manuel, alargando la primera sílaba de la palabra "nada", como si fuera la tercera vez que pronunciaba aquella frase.
- Bueno, pues yo sí beberé un poco de vino - dijo Julia fingiendo no haber oído el tono con que él le había contestado.
Se hizo un silencio incómodo mientras ella descorchaba una botella. Manuel observó las piernas de Julia a las que había dedicado su mirada tantas horas hacía tantos años. Las seguía teniendo bonitas. Incluso cuando asomaban por debajo del camisón, luciendo aquellos calcetines para llevar sin zapatos con topitos plastificados en la suela y que le llegaban a la altura de la
pantorrilla. Parecía una niña. Ese pensamiento le dió ganas de llorar. ¿Cómo explicar algo que uno mismo no entiende? Ya no la quería. No había nada más. Y a la vez sentía la necesidad de abrazarla. Quizás para dejar de sentirse culpable. O para dejar de sentirse tan solo.
Ella abrió la botella sin esfuerzo, aunque con aquella mueca que siempre hacía cuando estaba concentrada, asomando la punta de la lengua por el lateral de la boca.
- ¿Seguro que no te apetece? - preguntó ella levantando la botella.
- Ya no te quiero - dijo Manuel, mirándola. Y se le ocurrió que, como en el cine, un zoom alejaba el fondo y acercaba la imagen de ella que resaltaba nítida sobre la cocina desenfocada.
Julia puso despacio la botella sobre la encimera; pero no la soltó. Se agarró a ella como si fuera un punto de apoyo. "¿Desde cuándo?", preguntó como si se hubiera perdido en medio de una ciudad desconocida.
- Ya no me acuerdo - respondió él.
Ella retiró despacio la mano con que sujetaba la botella. El corcho rodó por la encimera y cayó al suelo. Los dos se concentraron en seguir su recorrido, hasta detenerse a los pies de Julia. Manuel vio salir de la cocina a los calcetines de topos plastificados antes de preguntarse cuántas ensaladas resucitadas habían compartido desde que la conoció.