Mi padre plantó una palmera en la casa en la que viví hasta los seis años. Era una casa enorme de varios pisos, de habitaciones llenas de trastos que se comunicaban por largos pasillos oscuros y un laberinto de puertas, ventanas y corredores. Mi padre había arreglado parte de la casa, que era de mi abuelo, mientras compraba un piso propio. Además, la casa tenía un pozo y un corral grande al fondo, donde construyó una piscina pequeña de paredes de azulejos, rodeada de arriates con plantas y flores. Presidiendo la piscina, estaba la palmera, que pronto empezó a dar dátiles dulces y reventones.
El recuerdo de mi niñez está asociado a aquella casa, la piscina, la palmera y las habitaciones secretas repletas de recuerdos de otros que vivieron allí antes que yo. Hoy he subido con mi hijo Pablo a la azotea de casa de mi madre, a la que nos mudamos años después. Hemos visto la palmera, ya vieja y mucho más alta, sobresaliendo orgullosa por entre los tejados de las casas del pueblo, como el centinela del castillo en el que viví de pequeña, donde yo era la princesa feliz de los cuentos de hadas. Entonces, el rey Pablo me ha dicho: “Me gusta mucho cuando venimos a casa de la abuela porque me cuentas cosas bonitas”.
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