El timbre interrumpe mi siesta. Me levanto del sofá maldiciendo a quien se le ha ocurrido llamar a estas horas, las cuatro de la tarde de un día caluroso de agosto. Arrastro mi fastidio por el pasillo sin reprimir el gesto de irritación con el que me dispongo a recibir al que me ha despertado. Abro la puerta con brusquedad y me encuentro de golpe con la imagen de Perea, al tiempo que una oleada de calor asfixiante, el bochorno propio de las calles desiertas de los mediodías de verano, azota mi cara, en contraste con la temperatura fresca de mi casa, donde el aire acondicionado lleva funcionando todo el día.
- Hola Gloria – me dice Remedios Perea con voz ronca y vacilante, como si le costara un mundo pronunciar esas dos palabras, tomando aire entre el saludo y mi nombre, como cuando en el colegio contestaba “a mí, nada” cuando la maestra nos preguntaba qué nos iban a traer los reyes los días previos a las vacaciones de Navidad, cada año lo mismo, la misma escena de aquella niña delgada y retraída, obligada a mostrar con tres palabras y mirada perdida una realidad que no había forma de ocultar, que se veía en sus zapatos gastados, en el reborde del dobladillo cada año estirado de su baby descolorido, en su mesa vacía durante la temporada de recogida de la aceituna, en sus libros prestados que ya no correspondían con las nuevas ediciones de textos actualizados y fotos renovadas.
Respondo a su saludo tratando de aparentar que todo me parece de lo más normal, que no veo su mirada perdida y húmeda, su sonrisa de dientes corroídos, su postura tambaleante, sus uñas negras, sus ropas sucias, sus brazos llenos de pequeñas cicatrices, como puntadas una detrás de la otra que recorren la línea de las venas. Como cuando en el colegio, después del silencio abrumador que seguía a aquellas tres palabras, “a mí, nada”, la maestra preguntaba a la siguiente niña y un rumor de suspiros aliviados recorría la clase, todas dispuestas a aparentar que no habíamos oído ni visto a Perea encogerse en su asiento con la mirada puesta en el pupitre.
- ¿Cómo estás, Remedios? – acierto a decir, desconcertada.
- Ya ves... – responde ella mostrándome con los brazos abiertos que no hace falta responder a mi pregunta, porque es evidente cómo está – Es que me hace falta dinero, a ver si me podías dar algo...
- Sí, claro, pasa un momento.
Busco el monedero en el bolso que está sobre la banqueta de la entrada, avergonzada por no saber qué decir, ni cómo actuar, buscando algunas palabras que hagan más soportable el silencio, hasta que ella recurre a un balbuceante “qué fresquito se está aquí, con el calor que hace en la calle” para romper el hielo y dar pie a una pequeña conversación que haga más llevadero este momento.
Le doy algo de dinero, ella me lo agradece con su sonrisa llena de agujeros negros, le abro la puerta y siento otra vez la bofetada de calor de la calle. Entonces, mientras Remedios sale de mi casa con paso oscilante, mi voz me sorprende invitándola a tomar una Coca Cola. Ella se gira conmovida y, con sus ojos dulces por primera vez fijos en los míos, me dice “vale”.
Vamos a la cocina y nos sentamos. Me pregunta que qué hago ahora. Le cuento que he acabado la carrera, que estoy buscando trabajo, que no tengo novio. Ella me explica que se ha casado y que su marido está en la cárcel, pero que es muy bueno con ella, “lo que pasa es que la droga es muy mala”, susurra, con la mirada viajando hacia la nada. Hablamos de las niñas del colegio, del tiempo que hace que no nos vemos, y de la monja de canto, que nos hacía ir los fines de semana para ensayar. Al cabo de un rato, se levanta. “Me tengo que ir, pero a ver si nos vemos otro día”, me dice. “Cuídate”, respondo, abriéndole la puerta, escuchándola decir “gracias, eh, y perdona si te he despertado”. Vuelvo a la sala en penumbra, al sofá que el aire acondicionado ha mantenido fresco todo el tiempo, me tumbo, cierro los ojos, pero no duermo. Imagino a Remedios en la calle desierta, al sol, enfrentándose al calor asfixiante de esa tarde de agosto, mientras repito como un disco rayado tres palabras que se han quedado impresas en mi memoria: “a mí, nada”.
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