Ahora no puedo dejar de pensar en aquel gesto tan tuyo. Cuando te despedías de mi por las mañanas para ir a la Facultad, siempre unas horas antes de que comenzaran mis clases. Volvías de la ducha y te vestías en silencio, inundando con el olor fresco de tu gel toda la habitación. Te sentabas unos segundos en el borde de la cama, besabas mi hombro y después lo rozabas con la mano antes de levantarte y salir.
Recuerdo que fui yo quién repitió aquella caricia la última vez que nos vimos en Londres, cuando viniste a verme para pedirme que volviera contigo, porque no podíamos seguir así por más tiempo, tú trabajando en Madrid y yo intentando acabar mi doctorado en Oxford. “Ya veremos”, te dije. Acaricié tu hombro desnudo después de besarlo y no fue hasta un rato después, en el tren de regreso a la Universidad, mirando por la ventanilla el paisaje neblinoso y húmedo, cuando me sorprendí pensando que podría no volver a verte.
Hablamos por teléfono varias veces más, nuestras conversaciones fueron cada vez más cortas e inoportunas. Tú estabas en el trabajo o yo tenía que salir en unos minutos porque había quedado con mi tutor. Hasta que dejamos de llamarnos. No soy consciente de que hubiera una despedida o un final claro en nuestra relación. Simplemente dejó de existir. Y poco a poco, también, me fui desconectando de todos nuestros amigos y de la gente que habíamos conocido en Granada durante la carrera, con quienes mantenía un contacto cada vez más esporádico a través de cartas y alguna llamada de felicitación de cumpleaños.
Me he preguntado muchas veces cómo un amor tan intenso pudo diluirse de aquella forma tan sutil, viéndolo pasar como si fuera la escena de una película a la que no puedes acceder para cambiar el final. Aunque te eché de menos hasta mucho tiempo después, creo que en el fondo fue un alivio que desaparecieras de mi vida en aquel momento, porque cada una de las últimas llamadas llenas de reproches y de prisas, me dejaban sin energía, agotada, triste, cansada de buscar la forma de compaginar nuestra vida con mi investigación.
Pero para mi, a pesar de que estuve dos años más en Oxford, la historia estaba inacabada, por eso seguí soñando contigo y fantaseando con la sorpresa que te daría cuando regresara, dispuesta a retomar todo lo que dejamos pendiente.
Hace ya cinco años que volví de Inglaterra. Sólo unos días después de estar trabajando en Barcelona, te llamé. Una voz contestó que me había equivocado de número. Colgué despacio el teléfono y entonces fui consciente de que la ilusión de volver contigo había sido sólo un sueño que me había ayudado a no sentirme sola durante aquellos años de intenso estudio.
Poco a poco, dejé de recordarte. Salvo en momentos puntuales, como cuando llegaba la fecha en la que empezamos o cuando oía alguna canción de aquellos años. Pero hace unos días, en medio de los tenderetes de libros y rosas que se agolpan en Las Ramblas el día de Sant Jordi, te vi curioseando una novela.
Fue como si nunca hubiera dejado de verte, como si apenas unas horas antes te hubieras despedido de mi con ese gesto tan tuyo antes de irte a la Facultad. En un instante pensé que sería bonito ir por detrás, taparte los ojos con las manos y preguntarte “¿quién soy?”. No lo pensé dos veces, ni siquiera me di cuenta de que estaba temblando. Me acerqué a ti dando un pequeño rodeo para que no me vieras y poder darte la sorpresa. Y entonces llegó ella, la chica morena y alta que te acompañaba. La oí preguntarte “¿qué tal este?”, sujetando un libro de Paul Auster en sus manos. “Me encanta”, dijiste, “ese libro vale por lo menos dos rosas”, añadiste, antes de besar su hombro y rozarlo después levemente con la mano. Me quedé allí, viendo cómo ella pagaba al librero y cómo os alejábais paseando hacia otro puesto.
Y ahora, no puedo dejar de pensar en aquel gesto tan tuyo.