lunes, 15 de octubre de 2007

No he dejado de pensar en ti

Empecé a escuchar tu programa para combatir el insomnio después de que Ana me dejara. Yo nunca había tenido afición por la radio, incluso recuerdo haber discutido con mi hermano, cuando todavía compartíamos habitación, porque a él le gustaba un programa deportivo nocturno y yo me concentraba en el murmullo de sus auriculares y no podía dormir.

La primera vez que te oí fue justo después de escuchar la declaración de un chico. Explicó que tenía que ir a la cárcel después de años de haber superado su adicción a la heroína. Había rehecho su vida y cuando todo le empezaba a ir bien lo reclamaban para cumplir su condena. Tu papel debía ser neutral, no te correspondía valorar lo que la gente contaba a través de tu programa, pero por el tono de tu voz era muy fácil deducir lo que pensabas sobre los temas que surgían cada noche. En aquella ocasión te conmoviste por el dramatismo con que el muchacho había expuesto su problema. Tu voz lanzó un reclamo emocionado a las personas de la audiencia que pudieran darle algún consejo legal al chico o que hubieran estado en una situación parecida, para que llamaran y le enviaran alguna palabra de consuelo. Estuve a punto de cambiar de emisora en ese momento, confieso que me decepcionó, me pareció deprimente ese formato que se aprovechaba de las debilidades de las personas enfermas de soledad, una especie de corral de vecinas radiofónico donde cuestionar la vida de esa gente indefensa. Pero justo entonces empezó a sonar Don´t Fall Apart on Me Tonight de Bob Dylan. Te imaginé seleccionando esa canción, entre miles de discos, para obsequiar al muchacho con unos minutos de compañía y esa imagen tuya me hizo seguir atento al programa.

A partir de ese día fui fiel a la cita cada noche. Me enseñaste a ser compasivo con las personas enfermas que explicaban sus dolencias hasta el último detalle. Tú los atendías con una paciencia infinita transmitiéndoles tu confianza en que esa noche, o quizás la siguiente, alguien expondría motivos para tener esperanza. Te acompañé mientras consolabas a cientos de mujeres maltratadas, comprobé cómo tu voz las abrazaba hasta hacerlas sentir menos solas. Estuve contigo el día que sutilmente reprochaste a un oyente su declarada homofobia. Aplaudí divertido la elección del declarado himno gay No more Tears (enough is enough) interpretado por Barbra Streisand y Donna Summer, mientras esperábamos alborozados las llamadas de censura a los comentarios que acabábamos de escuchar.

Cada vez me acordaba menos de Ana, tú la reemplazaste con tu voz sugerente y tu carácter optimista. Al principio no necesité nada más, pero después empecé a buscar información sobre ti en revistas y foros de Internet. Descubrí que estabas decidida a mantener tu anonimato. Tenías un alias en la radio, pero ni rastro de tu verdadero nombre, ni una foto tuya publicada. Respondías sin tapujos a las preguntas que te hacían en las entrevistas, por eso supe que tenías una familia numerosa a la que amabas, que tus amigos solían regalarte libros porque conocían tu amor por la Literatura, que habías combatido varios fracasos amorosos a base de películas antiguas y gin tonics compartidos con amigos y que en aquel momento no tenías pareja. Pero el misterio que mantenías sobre tu apariencia y tu identidad alimentaba mi fantasía. Me hice una imagen de cómo eras y podía verte en todas aquellas situaciones, con tu cuerpo menudo y proporcionado, tu ropa alegre, el pelo recogido en un moño desenfadado a la altura de una nuca delicada, las manos moviéndose con desenvoltura al ritmo de tus palabras, los ojos grandes y vivos, la boca pequeña, la nariz comedida, los pechos pequeños y redondos, el culo vivaracho.

Una noche en el programa se debatía si un oyente debía perdonar o no a su pareja por haberle sido infiel a través de Internet. Justo después de escuchar Nothing else matters, entró en antena un chico. Noté enseguida que lo conocías, te dirigiste a él con la confianza con que se le habla a un amigo. Él opinó que el oyente debía olvidar el asunto y continuar con su relación. Tú le preguntaste si él lo haría. Él respondió “sabes que sí” y eso fue suficiente para que yo sintiera unos celos endemoniados. Me reproché haberme enamorado de una persona a la que no conocía, de quién en realidad no sabía nada, a la que nunca había visto. Me había dejado engañar por una voz que simulaba ser mi compañera, pero que en realidad era interesada y sólo me necesitaba, como a otras tantas miles, para mantener la audiencia que le daba de comer. Estaba tan enfadado que ni siquiera advertí que el programa acababa y no fue hasta oír la melodía final cuando me di cuenta de que te había ignorado y no había escuchado tus palabras de despedida. Entonces empecé a llorar. Las lágrimas, como el primer cigarrillo que uno se fuma en una recaída tras haber dejado el tabaco, hicieron que, al mismo tiempo, me serenase y me sintiera culpable por dudar de tu lealtad. Fue entonces cuando decidí que las cosas iban a cambiar. Iría a buscarte, te declararía mi amor y prometería no volver a dudar de ti.

Al día siguiente era viernes. Salí de la oficina temprano y me dirigí a la emisora donde sabía que trabajabas. Esperé un rato en la puerta, confiado en identificarte cuando entraras en algún momento de la tarde. Después pensé que quizás ya estabas dentro y decidí preguntar al recepcionista. Atravesé la puerta justo detrás de dos mujeres. Tuve tiempo de fijarme en ellas. Una era alta, rubia y curvilínea, con aspecto de estrella de cine, una de esas que no se pueden dejar de mirar cuando pasan junto a ti. Su minifalda dejaba apreciar unas piernas impecables, seguramente propietarias de una agenda también perfecta llena de teléfonos de hombres triunfadores y atractivos. El aspecto de la otra mujer era opuesto por completo al de la modelo. Le sobraban unos quince kilos, todos ellos necesitados de un poco de ejercicio. Llevaba el pelo desordenado recogido en una coleta desvaída que caía sobre un jersey demasiado ancho y anodino. Ellas se dirigieron hacia el ascensor, que estaba justo enfrente del mostrador de la recepción. Esperé unos segundos a que el recepcionista me atendiera. Oí el timbre que precedía la apertura de las puertas del ascensor y justo en el momento en que el conserje me miró, escuché tu voz con toda claridad. “Al fin viernes, este fin de semana pienso dormir por lo menos diez horas seguidas”, dijiste. Una frase insignificante que podía haber pronunciado cualquiera. Me giré hipnotizado para mirarte; pero las puertas ya se habían cerrado. En décimas de segundo, mientras mi corazón latía trastornado, me planteé las posibilidades que teníamos juntos tú y yo, tanto si eras la mujer seductora de la minifalda como si la voz que oí pertenecía a la chica deslucida de la coleta. Me sentí incómodo ante cualquiera de las dos opciones. No podía sentirme atraído por alguien de aspecto abandonado, por fascinante que fuese su voz. Y la idea de declararme a una mujer espectacular con una agenda repleta de hombres interesantes me resultó ridícula.

Salí aturdido del edificio sin responder a la pregunta del conserje, me dirigí a la boca de metro y justo antes de bajar las escaleras, llamé a Ana. “No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo”, le dije.

4 comentarios:

Karuna dijo...

Hola Gloria, muy interesante el relato, es como si a veces costara 'estar solo' verdad? Hay segunda parte? ¿Qué le dijo ella?

Un saludo,karuna

ChusdB dijo...

Gloria,a mi me ha parecido como un ejercicio de expresar en un relato la experiencia de un hombre pero desde el mal llamado"lado femenino" o más sensible que es el que les da más miedo mostrar... (¡éste,creo que necesita estar permanentemente enamorado, pero por suerte y porque se cerró el ascensor no ejerce aquéllo de "a rey muerto,rey puesto"!)

Gloria dijo...

Karuna, gran parte de lo que quería expresar en este relato tiene que ver con lo que comentas, con el miedo a la soledad y los recursos que tenemos para huir de ella. No he pensado en qué le dijo Ana al protagonista del cuento, quizás haya una segunda parte más adelante, es una idea...

Un beso.

Gloria dijo...

Gracias, una vez más, chusdb, por tu comentario. Puede que sí, puede que inconscientemente haya querido hacer expresarse a un hombre desde la parte más sensible y oculta de su personalidad. En cualquier caso, no ha sido premeditado, sino que ha salido así, yo lo pensaba más como un desahogo, algo que él necesitaba explicar de alguna forma por ser una parte importante de su vida que sólo él conocía. Sí creo, sin embargo, que la soledad del protagonista le lleva a estar permanentemente "enamorado", porque es algo que le hace sentirse menos solo, aunque pueda ejercer aquello que tú llamas "a rey muerto, rey puesto", incluso de forma aparentemente insensible, al final del relato.

Gracias por la reflexión que me hace reflexionar a mi también.

Un abrazo fuerte.